Últimamente me emociono con mucha facilidad.
Quizá es algo circunstancial, una racha transitoria, o quizá es que me estoy adentrando en una nueva etapa de la vida, esa edad intermedia donde uno se da cuenta de lo frágil y sutil que es nuestra existencia.
A diario, como padre, recibo una dosis de cálida vitalidad de mi pequeño hijo, que crece a pasos agigantados, y, al mismo tiempo, como contrapartida, observo el declive lento e inexorable de mis propios padres, que planean sorteando los achaques del tiempo.
…La salud, ¡qué tesoro tan extraño y difuso!
Mientras la posees no eres capaz de percibir su incalculable valor, y cuando la pierdes… ¡Oh!, ¡cuánto anhelas las cosas más nimias que te hacen feliz!
Quizá por todo esto, a menudo me invade una oleada de melancolía y me quedo sin respiración. Entonces despierto arrullado por la respiración de mi hijo, y escucho el susurro de mi mujer, entre penumbras, preocupándose por mí.
Cuando vuelve el silencio, aún con el corazón palpitando, cierro los ojos y vuelvo a respirar.