La Manga es un pasillo estrecho de tierra que, a lo largo de una veintena de kilómetros, se interpone al paso del mar Mediterráneo. Ese bloqueo natural salvado solo por pequeños canales, creó en la costa cartagenera un gran lago de agua salada de escasa profundidad, flanqueado por deliciosas playas y pintorescas pedanías.
Cada año, en verano, mi mujer y yo solemos visitar la Manga de noche. Nuestra exigua economía no nos permite veranear en una casita de playa, pero, ciertamente, los cartageneros y en general los habitantes de la región de Murcia tenemos la suerte de poder clavar la sombrilla en la arena tras un corto recorrido en coche.
Decía que tenemos un pequeño ritual que consiste en visitar la Plaza Bohemia, uno de los corazones de la Manga. No es que sea nada del otro mundo, pero desde luego te aleja por unas horas de la solitaria ciudad. La brisa fresca, el intenso olor a sal y el trasiego de gente, te hace olvidar las sombrías calles, los olores nauseabundos y el calor pegajoso que solo puede espantarse a base de ventiladores, y, en el mejor de los casos, con aparatos de aire acondicionado.
La Plaza Bohemia es un compendio de lo que significa el verano, de lo que evoca su recuerdo. Mercadillos a base de puestos apretados con abalorios de todas las calañas, piedras mágicas para la salud, el dinero y el amor, sandalias, bolsos, pulseras y collares con penetrante olor a cuero, figuras de hueso, marfil o talles cincelados sobre conchas marinas, artistas dibujando caricaturas, juegos circenses. Puestos de “hippies” los llamamos nosotros. Y, flanqueando los puestos, las terrazas abarrotadas de gente elevando sobre el cielo nocturno un murmullo festivo. Heladerías, restaurantes, pizzerías, supermercados, tiendas y pubs que echan las persianas bien entrada la noche.
Uno se olvida de que al día siguiente tiene que trabajar. Pero merece la pena el esfuerzo. Rompes la monotonía impuesta por el despertador, lo cual siempre es de agradecer.
El sábado pasado estuvimos allí. El ritual se repitió como tantas otras veces, solo que, cuando llegábamos a la entrada de la Manga, justo en la bifurcación con Cabo de Palos, nos dimos cuenta de una inmensidad de siluetas silenciosas que se apelotonaban en uno de los flancos. Era, como suele decirse en estos tiempos, un macrobotellón. Sonreímos. Mientras cruzábamos en coche la avenida principal en dirección a la Plaza Bohemia, con sus altos edificios, veíamos los grupos dispersos de adolescentes –y no tan adolescentes- dirigiéndose, bolsas en mano, a comenzar una noche eterna en este sitio de moda. “Un mal endémico” según algunos. "Juventud , divino tesoro", según otros.
Un kilómetro antes de llegar a nuestro destino, divisé de reojo un par de casetas alargadas a nuestra derecha, que desprendían una luz tan blanca como la de una lámpara fluorescente. ¿Es lo que pienso?, dije. Mi mujer sonrió. ¿Podemos ir allí?, pregunté. Claro, asintió, Nos servirá para estirar las piernas, pero primero la Plaza. A la orden.
Hicimos lo de siempre. Aparcamos tras un buen rato de búsqueda, caminamos hasta los hippies y dimos una vuelta pausada, entre callejones apretados de hombres en bermudas y chicas y mujeres con pareos, bronceados todos y sonrojados los extranjeros hasta hacernos sentir un poco fuera de lugar. Compramos nimiedades de las que luego olvidas en algún cajón, o que, por el contrario, permanecen contigo toda la vida.
Tras la vuelta de rigor, entramos en el D´Costa, compramos una Coca- Cola Light y fuimos paseando por la avenida hasta el lugar que había llamado mi atención. Tuvimos una charla deliciosa, sencilla y despreocupada, de esas que con el estrés diario es difícil alcanzar y que, siendo más jóvenes tenías por doquier, cuando parecía que la vida duraba eternamente. Mi esposa estaba preciosa esa noche, y creo que nunca olvidaré su expresión relajada y tranquila caminando bajo las estrellas.
Llegamos en un suspiro, porque cuando uno está a gusto la aguja del reloj va tan rauda como un barco de vela impulsado por un viento favorable.
La luz blanca provenía de sendas casetas repletas de libros. Libros de todos los colores y tamaños. Tuve que pestañear y mirar mi reloj de pulsera varias veces. La una y media de la madrugada. En esos momentos dormitaba en una especie de ensueño. Caminé vacilante echando un ojo a las hileras desordenadas, amontonadas, torcidas, polvorientas, ajadas en algunos casos. Me entretuve en la segunda caseta. El vendedor, un hombre de barba, leía completamente concentrado, como si le fuera la vida en ello.
No sé a vosotros. A mí me entra cierto nerviosismo cuando veo un puñado de libros juntos. Es algo superior a mis fuerzas. Perdí la noción del tiempo. Mi mujer tuvo la gentileza de dejarme disfrutar intensamente de aquel instante, sentada en un banco del paseo marítimo.
Encontré dos ejemplares del maestro Hemingway con tapas gastadas de piel, y una edición bastante bien conservada del Principito que mi mujer deseaba leer. También algunas otras cosillas que terminaron en la bolsa de plástico y que alegraron la cara del vendedor. No parecía muy ocupado, salvo su propia lectura, aquella noche.
Por último le dije, ¿Le importa si hago una foto?
Se quedó desconcertado. Claro, claro, susurró. Saqué mi móvil y eché un par de instantáneas.
De regreso a nuestro coche, sintiendo el peso de aquella bolsa de libros, nos cruzamos con algunos jóvenes que iban en dirección contraria, también cargados pero con otro género distinto. Después de un buen trecho, temiendo que los torreones de apartamentos me impidieran contemplar aquel ensueño, no pude evitar mirar hacia atrás.
Parpadeé. La luz blanca había desaparecido. Quedaba tan solo una fina capa de arena tamizando las losas multicolores.
Tuvo que ser un sueño, pensé. Un hermoso sueño que iluminó la noche con la belleza de una estrella fugaz.
Cada año, en verano, mi mujer y yo solemos visitar la Manga de noche. Nuestra exigua economía no nos permite veranear en una casita de playa, pero, ciertamente, los cartageneros y en general los habitantes de la región de Murcia tenemos la suerte de poder clavar la sombrilla en la arena tras un corto recorrido en coche.
Decía que tenemos un pequeño ritual que consiste en visitar la Plaza Bohemia, uno de los corazones de la Manga. No es que sea nada del otro mundo, pero desde luego te aleja por unas horas de la solitaria ciudad. La brisa fresca, el intenso olor a sal y el trasiego de gente, te hace olvidar las sombrías calles, los olores nauseabundos y el calor pegajoso que solo puede espantarse a base de ventiladores, y, en el mejor de los casos, con aparatos de aire acondicionado.
La Plaza Bohemia es un compendio de lo que significa el verano, de lo que evoca su recuerdo. Mercadillos a base de puestos apretados con abalorios de todas las calañas, piedras mágicas para la salud, el dinero y el amor, sandalias, bolsos, pulseras y collares con penetrante olor a cuero, figuras de hueso, marfil o talles cincelados sobre conchas marinas, artistas dibujando caricaturas, juegos circenses. Puestos de “hippies” los llamamos nosotros. Y, flanqueando los puestos, las terrazas abarrotadas de gente elevando sobre el cielo nocturno un murmullo festivo. Heladerías, restaurantes, pizzerías, supermercados, tiendas y pubs que echan las persianas bien entrada la noche.
Uno se olvida de que al día siguiente tiene que trabajar. Pero merece la pena el esfuerzo. Rompes la monotonía impuesta por el despertador, lo cual siempre es de agradecer.
El sábado pasado estuvimos allí. El ritual se repitió como tantas otras veces, solo que, cuando llegábamos a la entrada de la Manga, justo en la bifurcación con Cabo de Palos, nos dimos cuenta de una inmensidad de siluetas silenciosas que se apelotonaban en uno de los flancos. Era, como suele decirse en estos tiempos, un macrobotellón. Sonreímos. Mientras cruzábamos en coche la avenida principal en dirección a la Plaza Bohemia, con sus altos edificios, veíamos los grupos dispersos de adolescentes –y no tan adolescentes- dirigiéndose, bolsas en mano, a comenzar una noche eterna en este sitio de moda. “Un mal endémico” según algunos. "Juventud , divino tesoro", según otros.
Un kilómetro antes de llegar a nuestro destino, divisé de reojo un par de casetas alargadas a nuestra derecha, que desprendían una luz tan blanca como la de una lámpara fluorescente. ¿Es lo que pienso?, dije. Mi mujer sonrió. ¿Podemos ir allí?, pregunté. Claro, asintió, Nos servirá para estirar las piernas, pero primero la Plaza. A la orden.
Hicimos lo de siempre. Aparcamos tras un buen rato de búsqueda, caminamos hasta los hippies y dimos una vuelta pausada, entre callejones apretados de hombres en bermudas y chicas y mujeres con pareos, bronceados todos y sonrojados los extranjeros hasta hacernos sentir un poco fuera de lugar. Compramos nimiedades de las que luego olvidas en algún cajón, o que, por el contrario, permanecen contigo toda la vida.
Tras la vuelta de rigor, entramos en el D´Costa, compramos una Coca- Cola Light y fuimos paseando por la avenida hasta el lugar que había llamado mi atención. Tuvimos una charla deliciosa, sencilla y despreocupada, de esas que con el estrés diario es difícil alcanzar y que, siendo más jóvenes tenías por doquier, cuando parecía que la vida duraba eternamente. Mi esposa estaba preciosa esa noche, y creo que nunca olvidaré su expresión relajada y tranquila caminando bajo las estrellas.
Llegamos en un suspiro, porque cuando uno está a gusto la aguja del reloj va tan rauda como un barco de vela impulsado por un viento favorable.
La luz blanca provenía de sendas casetas repletas de libros. Libros de todos los colores y tamaños. Tuve que pestañear y mirar mi reloj de pulsera varias veces. La una y media de la madrugada. En esos momentos dormitaba en una especie de ensueño. Caminé vacilante echando un ojo a las hileras desordenadas, amontonadas, torcidas, polvorientas, ajadas en algunos casos. Me entretuve en la segunda caseta. El vendedor, un hombre de barba, leía completamente concentrado, como si le fuera la vida en ello.
No sé a vosotros. A mí me entra cierto nerviosismo cuando veo un puñado de libros juntos. Es algo superior a mis fuerzas. Perdí la noción del tiempo. Mi mujer tuvo la gentileza de dejarme disfrutar intensamente de aquel instante, sentada en un banco del paseo marítimo.
Encontré dos ejemplares del maestro Hemingway con tapas gastadas de piel, y una edición bastante bien conservada del Principito que mi mujer deseaba leer. También algunas otras cosillas que terminaron en la bolsa de plástico y que alegraron la cara del vendedor. No parecía muy ocupado, salvo su propia lectura, aquella noche.
Por último le dije, ¿Le importa si hago una foto?
Se quedó desconcertado. Claro, claro, susurró. Saqué mi móvil y eché un par de instantáneas.
De regreso a nuestro coche, sintiendo el peso de aquella bolsa de libros, nos cruzamos con algunos jóvenes que iban en dirección contraria, también cargados pero con otro género distinto. Después de un buen trecho, temiendo que los torreones de apartamentos me impidieran contemplar aquel ensueño, no pude evitar mirar hacia atrás.
Parpadeé. La luz blanca había desaparecido. Quedaba tan solo una fina capa de arena tamizando las losas multicolores.
Tuvo que ser un sueño, pensé. Un hermoso sueño que iluminó la noche con la belleza de una estrella fugaz.
Oh, lo olvidaba. El otro día encontré esto al descargar la cámara. También había un par de nuevos y viejos libros en mis estanterías. Pero no puedo evitar hacerme una pregunta:
¿prueba eso algo?
