Bueno, como lleváis un tiempo pidiéndome que ponga fragmentos de mis obras, he decidido colocar en esta entrada un trocito de "Mâ" (El escritor de Kung fu I), una novela que nació con la intención de ser la primera parte de una trilogía, y de la que he hablado en alguna ocasión, pues es la que más tiempo me llevó en escribir (dos años), con una extensión final cercana a las 900 páginas, aunque el manuscrito no está pulido.
Nota: “Mâ” en cantonés es traducido como "caballo". Es lo primero que se entrena en kung fu tradicional, la posición, y cada posición de pies tiene un nombre chino al que se añade el idiograma “ma”, de ahí que las posiciones reciban el nombre de caballos. Mâ, es por tanto, la base de un estilo. El principio de todo.
El escritor de Kung Fu I es un viaje iniciático lleno de belleza y sacrificio en medio del explosivo desarrollo que las artes marciales tuvieron a mediados del siglo XX.
La novela está ambientada en diferentes países: Alemania, Cuba, Japón y Estados Unidos , durante los años de la Posguerra y la Guerra Fría.
Más allá del retrato de la pasión por las artes marciales, es una novela sobre seres humanos cuyas historias se entrelazan y donde lo más importante es la lucha por cambiar sus vidas y alcanzar sus sueños.
Entrados ya algo en situación, os pongo el fragmento, donde aparece unos de los personajes principales del libro: Luciano Wong, un mulato nacido en el barrio chino de la Habana, Cuba, que por circunstancias se encuentra en la Alemania Occidental de la postguerra.
"Cuando terminaba de reflexionar tumbado sobre la hierba, se levantaba y se colocaba en un lugar lo más protegido del viento, entre los árboles. Para serenar su espíritu realizaba los ejercicios de Chi-Kung que le había enseñado el maestro. Su mente se concentraba y su cuerpo caía relajado bajo el embrujo de aquellos movimientos. Durante el tiempo que duraban, Luciano se diluía en aquel lugar y su cuerpo permanecía ajeno a todo.
Frederika Guimard, una viuda de treinta y siete años que trabajaba de mujer de la limpieza para complementar su mísera pensión, se divertía observándolo a escondidas. Ella subía casi a diario al Süellberg, en una especie de tradición que llevaba haciendo muchos años atrás. Solía sentarse a leer, mientras su cabello, una media melena descuidada de color castaño, quedaba a la merced del viento. Frederika era una mujer hermosa, de piel blanca como la leche y pómulos marcados, que le conferían cierta voluptuosidad en el rostro. Había enviudado joven, y como muchas compatriotas suyas recibió la noticia de la muerte de su esposo, acaecida en la batalla de Estalingrado, con bastante retraso.
La imagen de aquel chico se había convertido para ella en un aliciente para subir allí. Lo contemplaba a muchos metros de distancia, mientras él se tumbaba sobre la hierba con una pajita en la boca, con aquellos grandes ojos mirando al vacío. Pero lo que más le llamaba la atención eran los ejercicios que practicaba. Al principio, Frederika había pensado que se trataba de una especie de gimnasia sueca, después de todo, el muchacho parecía fuerte, pero luego comprendió que aquello era distinto. Se movía con delicada lentitud y precisión, y su mente aparentaba desaparecer de la cima de la colina. A veces, ella se sorprendía a sí misma embobada, mirándolo, y después se estremecía al darse cuenta de que su espíritu mismo se había serenado sólo con observarlo. Aquel muchacho tenía un efecto embriagador en su alma.
El día que decidió conocerlo ella leía “Rojo y Negro” de Stendhal. La lectura del escritor francés agudizó su sensibilidad por la belleza. Frederika, con el desgastado libro entre las manos, suspiró al ver a Luciano Wong haciendo sus ejercicios y se dio cuenta de que lo que estaba viendo era muy hermoso. El chico en sí mismo lo era. Sus extraños rasgos, impresos en piel canela, brillaban aquella tarde bañados por el tibio sol del otoño. Las hojas de los árboles bailaban a su alrededor mientras él se agitaba delicadamente, con aquella tranquilidad que exportaba al mundo, como si fuera un perfume. Frederika tembló. Una sensación olvidada recorrió su pecho y de pronto sintió que un enorme vacío se abría en su corazón.
Aquella misma tarde bajó rauda hacia su humilde casita alquilada, situada en la parte baja del pueblo. Abrió la puerta con las manos temblorosas y encendió el calentador. Después, fue al baño, giró el grifo de agua caliente de la bañera y tomó el espejo que había sobre el lavabo para dirigirse con él al patio trasero, donde tenía un diminuto jardín. Observó su rostro con la última luz del día y se sintió desalentada. Vio una frente demasiado grande, unas cejas espesas y un pelo alborotado, ni rizado ni liso, que no terminaba de crecer ni de quedarse en un corte homogéneo. Los trazos de su bella juventud estaban al borde de la extinción; la tristeza de tantos años en soledad había quedado dibujada de forma imprecisa en su cara, difuminándose en la sombra de unas ojeras que se acrecentaban en los días de más trabajo. Entonces, la luz del día se agotó como la de una vela, y la brisa que traía el olor del Elba agitó ligeramente las hojas de la hiedra que cubrían las verjas de la casa.
Se frotó el rostro con jabón durante minutos y se depiló las cejas lo mejor que pudo al exiguo resplandor de la bombilla de la cocina. Luego, rebuscó debajo del colchón de su cama hasta que encontró una pequeña cajita de madera que había guardado como un tesoro. En realidad era un viejo estuche de pinturas. En él, había carmín para los labios y algunos colores de maquillaje, además de unos pendientes. Reconfortada mientras pasaba los dedos por aquellos recuerdos de tiempos mejores, preparó la bañera. Fue al tosco armario que había junto a la cama, y abrió las puertas haciendo caso omiso del crujir de las tablas rancias. Sacó unas bragas y un sujetador nuevos, ambos en color carne, un auténtico lujo para su mísera economía. Pero ni siquiera le importó. Incluso decidió abrir la deslucida caja de caudales que había en el armario para financiar una pequeña visita a casa de Cristina, otra viuda que se ganaba unos extras haciendo de peluquera. Y, en su delirio, se planteó comprarse una blusa y un abrigo nuevos en el mercado negro. Lo haría al día siguiente, pues era su día de descanso.
Luego se desvistió, tirando la ropa al suelo. El vaho empañó el espejo agrietado que había encima de la pila, aún así pudo de contemplar su propio cuerpo desnudo por unos instantes. Sus pechos eran grandes; pero el tiempo los había colocado más bajos de lo que recordaba. Nunca había tenido hijos, aunque estaba dotada de unas anchas caderas, de “hembra” como solía decir su madre. El vello púbico oscuro y rizado se arremolinaba en una espesura que llegaba hasta las ingles.
Frederika metió un pie en la bañera, donde ya flotaba una esponja. Se estremeció al notar el calor intenso del agua, e inmediatamente después sintió una oleada reconfortante que devolvía el color a sus mejillas. Tardó unos segundos en introducir el otro pie. Después, con lentitud, fue saboreando la incorporación masiva a la calidez del líquido, y en cuanto pudo se colocó estirándose casi por completo. Sumergió la cabeza y esperó un poco. Luego asomó sólo la punta de la nariz y cerró los ojos. Pensó en él. Revivió la figura del chico en aquel paisaje bañado de árboles y luz.
Entonces su cuerpo flotó ligeramente. Sin darse cuenta sus pechos asomaron apenas por encima del agua, y sus pezones se irguieron al contacto del aire. Los notó duros hasta casi hacer daño, y se estremeció al comprender que no sólo era por el frío. Una oleada la sacudió entera. Rodeó los grandes pechos con un brazo, dejándose llevar por una lujuria que no había sentido en lustros. Su mano notó el peso de uno de sus senos, la forma generosa y blanda, mientras sus ojos excitaban su mente con la visión de aquellas aureolas, inmensas y rosadas.
Sí, era una hembra hermosa.
Entonces su otra mano buscó entre las piernas. Primero recorriendo los muslos, acariciándolos mientras degustaba la suavidad candente de su propia piel. Como por descuido rozó ligeramente “ahí”, entre el vello que dejaba adivinar algo tras la espesura. Sus labios se abrieron como el capullo de una rosa, sus piernas se separaron y su mano comenzó a moverse cada vez más rápido.
Toda ella vibró pensando en el mulato de ojos rasgados. "