jueves, 27 de agosto de 2009

Luz de sabiduría en una noche de estrellas.

La Manga es un pasillo estrecho de tierra que, a lo largo de una veintena de kilómetros, se interpone al paso del mar Mediterráneo. Ese bloqueo natural salvado solo por pequeños canales, creó en la costa cartagenera un gran lago de agua salada de escasa profundidad, flanqueado por deliciosas playas y pintorescas pedanías.
Cada año, en verano, mi mujer y yo solemos visitar la Manga de noche. Nuestra exigua economía no nos permite veranear en una casita de playa, pero, ciertamente, los cartageneros y en general los habitantes de la región de Murcia tenemos la suerte de poder clavar la sombrilla en la arena tras un corto recorrido en coche.
Decía que tenemos un pequeño ritual que consiste en visitar la Plaza Bohemia, uno de los corazones de la Manga. No es que sea nada del otro mundo, pero desde luego te aleja por unas horas de la solitaria ciudad. La brisa fresca, el intenso olor a sal y el trasiego de gente, te hace olvidar las sombrías calles, los olores nauseabundos y el calor pegajoso que solo puede espantarse a base de ventiladores, y, en el mejor de los casos, con aparatos de aire acondicionado.
La Plaza Bohemia es un compendio de lo que significa el verano, de lo que evoca su recuerdo. Mercadillos a base de puestos apretados con abalorios de todas las calañas, piedras mágicas para la salud, el dinero y el amor, sandalias, bolsos, pulseras y collares con penetrante olor a cuero, figuras de hueso, marfil o talles cincelados sobre conchas marinas, artistas dibujando caricaturas, juegos circenses. Puestos de “hippies” los llamamos nosotros. Y, flanqueando los puestos, las terrazas abarrotadas de gente elevando sobre el cielo nocturno un murmullo festivo. Heladerías, restaurantes, pizzerías, supermercados, tiendas y pubs que echan las persianas bien entrada la noche.
Uno se olvida de que al día siguiente tiene que trabajar. Pero merece la pena el esfuerzo. Rompes la monotonía impuesta por el despertador, lo cual siempre es de agradecer.
El sábado pasado estuvimos allí. El ritual se repitió como tantas otras veces, solo que, cuando llegábamos a la entrada de la Manga, justo en la bifurcación con Cabo de Palos, nos dimos cuenta de una inmensidad de siluetas silenciosas que se apelotonaban en uno de los flancos. Era, como suele decirse en estos tiempos, un macrobotellón. Sonreímos. Mientras cruzábamos en coche la avenida principal en dirección a la Plaza Bohemia, con sus altos edificios, veíamos los grupos dispersos de adolescentes –y no tan adolescentes- dirigiéndose, bolsas en mano, a comenzar una noche eterna en este sitio de moda. “Un mal endémico” según algunos. "Juventud , divino tesoro", según otros.
Un kilómetro antes de llegar a nuestro destino, divisé de reojo un par de casetas alargadas a nuestra derecha, que desprendían una luz tan blanca como la de una lámpara fluorescente. ¿Es lo que pienso?, dije. Mi mujer sonrió. ¿Podemos ir allí?, pregunté. Claro, asintió, Nos servirá para estirar las piernas, pero primero la Plaza. A la orden.
Hicimos lo de siempre. Aparcamos tras un buen rato de búsqueda, caminamos hasta los hippies y dimos una vuelta pausada, entre callejones apretados de hombres en bermudas y chicas y mujeres con pareos, bronceados todos y sonrojados los extranjeros hasta hacernos sentir un poco fuera de lugar. Compramos nimiedades de las que luego olvidas en algún cajón, o que, por el contrario, permanecen contigo toda la vida.
Tras la vuelta de rigor, entramos en el D´Costa, compramos una Coca- Cola Light y fuimos paseando por la avenida hasta el lugar que había llamado mi atención. Tuvimos una charla deliciosa, sencilla y despreocupada, de esas que con el estrés diario es difícil alcanzar y que, siendo más jóvenes tenías por doquier, cuando parecía que la vida duraba eternamente. Mi esposa estaba preciosa esa noche, y creo que nunca olvidaré su expresión relajada y tranquila caminando bajo las estrellas.
Llegamos en un suspiro, porque cuando uno está a gusto la aguja del reloj va tan rauda como un barco de vela impulsado por un viento favorable.
La luz blanca provenía de sendas casetas repletas de libros. Libros de todos los colores y tamaños. Tuve que pestañear y mirar mi reloj de pulsera varias veces. La una y media de la madrugada. En esos momentos dormitaba en una especie de ensueño. Caminé vacilante echando un ojo a las hileras desordenadas, amontonadas, torcidas, polvorientas, ajadas en algunos casos. Me entretuve en la segunda caseta. El vendedor, un hombre de barba, leía completamente concentrado, como si le fuera la vida en ello.
No sé a vosotros. A mí me entra cierto nerviosismo cuando veo un puñado de libros juntos. Es algo superior a mis fuerzas. Perdí la noción del tiempo. Mi mujer tuvo la gentileza de dejarme disfrutar intensamente de aquel instante, sentada en un banco del paseo marítimo.
Encontré dos ejemplares del maestro Hemingway con tapas gastadas de piel, y una edición bastante bien conservada del Principito que mi mujer deseaba leer. También algunas otras cosillas que terminaron en la bolsa de plástico y que alegraron la cara del vendedor. No parecía muy ocupado, salvo su propia lectura, aquella noche.
Por último le dije, ¿Le importa si hago una foto?
Se quedó desconcertado. Claro, claro, susurró. Saqué mi móvil y eché un par de instantáneas.
De regreso a nuestro coche, sintiendo el peso de aquella bolsa de libros, nos cruzamos con algunos jóvenes que iban en dirección contraria, también cargados pero con otro género distinto. Después de un buen trecho, temiendo que los torreones de apartamentos me impidieran contemplar aquel ensueño, no pude evitar mirar hacia atrás.
Parpadeé. La luz blanca había desaparecido. Quedaba tan solo una fina capa de arena tamizando las losas multicolores.
Tuvo que ser un sueño, pensé. Un hermoso sueño que iluminó la noche con la belleza de una estrella fugaz.


Oh, lo olvidaba. El otro día encontré esto al descargar la cámara. También había un par de nuevos y viejos libros en mis estanterías. Pero no puedo evitar hacerme una pregunta:

¿prueba eso algo?


domingo, 23 de agosto de 2009

Frío como el acero. (Un relato breve de Deusvolt)


Imagínatelo.
Atraviesas el cielo a seiscientos kilómetros por hora. El aire infla la capa roja bermellón tras de ti, y tu sombra queda muy lejos, resbalando como si tuviera vida propia, entre las olas agitadas del Mar del Norte. Bajas. Subes. Danzas entre nubes de humedad. Acaricias el agua salada con tus enormes manos dejando tras tus botas la estela de un barco mercante. Las gaviotas se quedan expectantes, batiendo sus alas, tristes porque por mirarte han perdido el pez que tenían en mente, los delfines saltan y te observan curiosos para perderse de nuevo en lo profundo del océano, las ballenas sienten tu presencia, se asustan y viran en redondo, y las focas alzan sus cuellos lechosos y te hacen palmas desde las rocas negras.
Solo el gran tiburón no te presta atención. Emerge de golpe. Blanco y plateado, grandioso. Caza al león marino y lo voltea, como si fueran dos bailarines en una pista encerada. El tiburón tiene los ojos cerrados mientras mastica. Sus dientes puntiagudos son semejantes al escudo que luces en el pecho. Es insensible como tú.
¿No lo habías pensado?
La belleza que sientes está en tu cabeza. Solo ahí.
Sí. El frío que mantiene compacto el hielo no te afecta. Pero eso mismo te resta poder, ¿verdad? Añoras sentir la calidez de una manta en invierno, en el porche de una casa de campo mientras ves atardecer. Te entristece que la brisa no agite tu cabello, que la luz del sol no broncee tu piel, que el tacto sea un eco distante y difuso. Frunces el ceño. Lo haces a menudo para ahogar tus sentidos. Las voces a miles de kilómetros, la caterva de olores mezclados, las imágenes de otros continentes. Tienes que cerrarte al mundo para ser tú mismo.

Te quedas quieto sobre la marea. Ingrávido.

Anochece. Las olas se encrestan furiosas. Hasta llorar te cuesta.
Necesitas de tu imaginación para sentirte humano. Qué ironía. Cuántos hombres siendo niños quisieron ser como tú. Un hombre de acero. Y ahora que son hombres, cuántos, si supieran, querrían ser ellos mismos.
Tu sombra se la tragó la noche. Llueve. Un relámpago caprichoso zigzaguea en el horizonte. Apenas eres una mota en medio de la inmensidad del mar.
Decides volver hacia atrás. Buscando el norte. Allí donde el hielo se traga el ruido del mundo.
Aterrizarás en la fortaleza y te hundirás en lo profundo de la soledad. Te quitarás ese estúpido traje y quizá, si consigues dejar de pensar en lo que eres, podrás dejarte llevar. Tal vez, incluso, te permitas darte placer a ti mismo sin temor a dañar a nadie en el éxtasis. Es ridículo solo de pensarlo. Tanto poder lastrado a base de contención.
Pero tienes algo. Los libros.
Leerás en soledad y sentirás emociones que otros han vivido por ti.
Y, con suerte, olvidarás durante unos instantes que eres frío como el acero.

© S. G. Ros

miércoles, 19 de agosto de 2009

La importancia de los cimientos

A menudo cuando escribo me dan pequeños bajones (otras veces no son tan pequeños). Supongo que nos pasa a todos. Me digo, chico, esto es una porquería, ¿por qué no lo mandas todo al cuerno? -en mi realidad literaria "el cuerno" se llama "Papelera de Reciclaje"--. No sé a vosotros, pero yo he desarrollado una serie de técnicas y tácticas para superar estos bachecillos.

Cada uno se busca la vida como puede, ¿no? Uno de mis métodos consiste en obligarme a leer. Pero durante la creación de una obra se me plantea otro problema. Hay épocas en las que no quiero leer nada relacionado con el tema del que escribo (me refiero a leer novelas, no a documentación). Es como si una parte de mí quisiera ser "virgen" y respetuosa con lo que escribe, no recibir influencias de fuera, no intoxicarme. Con el tiempo, en blogs y foros, pude comprobar que esto le pasa a muchos escritores. ¿No os parece curioso? Somos, en teoría, seres aislados, ascetas que viven en su mundo y luego, resulta, que aún en ese retiro van otros y hacen cosas parecidas. ¿Será el "inconsciente colectivo"? Bueno, esto último lo he sacado de un comentario del blog de Zanbar, el blog de Lucrecia se oscurece que os recomiendo a todos por su originalidad y que podéis ver a la derecha de esta página. Por lo que he leído de Zanbar, es un escritor con una mente en ebullición, muy peculiar e inquieta, y también dará que hablar. Algún día tendré que leer tu libro, amigo y hacer una reseña. Perdóname, no tengo excusa.

Como decía: leer cuando tengas baches.

Ojo, leer lo que te apetezca. Sea bueno o malo. Espero que no os lo toméis al pie de la letra ni nada de eso. Soy un poco raro. A mí me da por hacer eso, a lo mejor, a otro escritor le da por rascarse con la jamba de la puerta.
Pero aunque comprendo que leer novelas relacionadas con lo que estás escribiendo pueda, en determinadas circunstancias perjudicar a la obra, tal vez, ocurra todo lo contrario. Quizá, ese miedo sea totalmente injustificado, y lo que haga, sea impedirte obtener otra perspectiva, otro aire, otro enfoque. Recuerdo que cuando estaba escribiendo mi mamotreto de segunda novela, descubrí buceando en Internet una novela que se desarrollaba en la misma época, en el mismo país, en la misma ciudad, y en el mismo barrio étnico en el que discurría mi obra. ¡Vaya, me han jodido la originalidad! --pensó mi mente genial y sin parangón--. Je, je... Me entró un ataque de nervios, cogí el coche y fui a la librería más grande que conocía para comprarlo. Angustiado, leí las cuatrocientas páginas en dos días, sin apenas dormir, y a cada gesto, nombre, calle, anécdota común a mi novela sentía como si me clavaran una flecha ardiendo. Mi mujer me miraba con una ceja enarcada, guasona, y yo le devolvía la mirada con una cara tan larga como la de mi Cocker Spaniel. Ya sabéis: los párpados por el suelo y los ojos de cordero degollado.... ¡¡Ay!!, suspiraba como un amante cornudo, ja, ja, ja.... Un drama, ¿verdad? Pues ahora, con el paso del tiempo puedo deciros que ese libro me ayudó mucho a enfocar detalles del mío. ¿Por qué? Pues porque no se parecían en nada, y al mismo tiempo tenían cosas en común. Bien es verdad, que mi novela (en lo concerniente a la parte que eran comunes) estaba ya en su fase final. Pero pude aprender detalles, pistas y enfoques para mejorar mi manuscrito (formas de hablar, expresiones..). Básicamente aprendí con dolor que no soy el puto centro del Universo (perdón por lo de "puto"). No lo sé todo. Es más, siempre hay alguien que sabe más que yo, seguro.
Desde ese día leo y leo todo lo que pillo y me apetece. Y cuando no me apetece me doy una pequeñísima tregua, y después, me obligo a mí mismo a continuar. Porque, ¿qué fue antes: la lectura o la escritura? Je, je... Los libros son los cimientos sobre los que construimos nuestra imaginación.

Por eso, aunque cueste a veces, os invito a leer y a leer. Ey, que yo no soy nada especial. Me considero pequeñito, pequeñito, ¿eh? Tengo lagunas tan grandes como el océano Pacífico. Pero no estoy dispuesto a cerrarme a nada. ¿Por qué demonios iba a hacerlo? Por supuesto que debo leer a los grandes clásicos de la literatura, pero también a los que no lo son. Hay otros escritores que sostienen todo lo contrario, solo les interesa "la buena literatura". Algunos de esos escritores que postulan tales argumentos son noveles como tú y como yo.
Y me pregunto: si hacéis eso, es decir, si solo leéis a los grandes, ¿con qué derecho pedís que se os lea a vosotros?

He tenido una visión: una imagen relacionada con la primera foto (el colapso de un bloque de pisos). Como sabéis, los cimientos de un edificio se construyen con hormigón armado de la mejor calidad posible, pero rodeando a este hormigón hay otros tipos de materiales, de naturaleza más pobre, y, sin embargo, igual de útiles.
El corazón de los cimientos es el mejor, aunque sin el relleno, el edificio estaría en el aire.

domingo, 16 de agosto de 2009

Hola a todos







Sí.

LLevaba tiempo dudando en tener mi propio blog.
La verdad, no se me da bien esto de la tecnología. A veces, me siento atropellado por ella, porque en sí misma, la tecnología es como un ser vivo que crece a diario. Yo me conformo con aprender a usar algo que me es útil, pero conozco un montón de gente a la que le gusta investigar, trastear y experimentar con nuevos programas. Se me viene a la cabeza un conocido que se pasó semanas manipulando un editor de imágenes (acostándose a las tantas, por cierto), lo cual me chocó porque nunca en mi vida le había visto hacer una fotografía. Cuando se lo dije, se limitó a encogerse de hombros. A los pocos días, "cuando ya le había sacado el pringue" dejó el programa de la misma manera que un niño dejaría un juguete por el que ha perdido el interés.
No obstante, no odio la tecnología, ni mucho menos. Reconozco su utilidad, sobre todo cuando se pone al servicio de muchos.
Para los que no me conozcáis solo puedo deciros que soy un escritor novel y acabo de terminar mi cuarta novela. Y no, aún no he conseguido publicar.
Durante el último año he estado participando en diversos foros literarios y blogs. Sinceramente, me gusta participar en los foros, compartir mis experiencias literarias y aprender de las de los demás. Desgraciadamente los foros tienen su propio ritmo --también son parecidos a seres vivos--, hay algunos que van sumamente lentos, las entradas tardan siglos en ser actualizadas por la escasa participación, y, otros, sin embargo, son tan rápidos que no da tiempo a opinar. De hecho, si te descuidas -debido a la gran participación- los post que te interesan son aplastados entre páginas y páginas de entradas y, al final, terminas perdiéndoles la pista.
No obstante, tengo que agradecer mucho a los foros, sin duda. Sobre todo a uno que ha sido denostado de un par de años a esta parte, de él he aprendido lo poco que sé sobre el mundo editorial. Os pongo el enlace:

http://portal.bibliotecasvirtuales.com/es/foros/mis-contactos-con-las-agencias

Supongo que ha llegado el momento donde necesito tener mi propio espacio. Mi pequeño espacio donde volcar mis pensamientos de "expansión" o desahogo. Veréis, como he dicho acabo de terminar mi cuarta novela, y me he hecho el propósito de dejarla reposar al menos durante un mes. Quiero olvidarme de ella para poder retomarla sin recordar casi nada y poder pulirla a conciencia. En este intervalo de tiempo no me apetece escribir otra. Necesito "descansar" un poco, coger fuerzas. Pero acostumbrado a escribir diariamente, necesito darle a la tecla. Escribir se ha convertido en mi válvula de seguridad: impide que mi cabeza estalle.
Y no querría que eso ocurriera. Lo pondría todo perdido.