domingo, 30 de mayo de 2010

Primeras páginas de La memoria de Lucifer, de Patrick Ericson

¡Hola a todos!
Gracias al amigo Oriafontan supe que en la página web de Hera ediciones están disponibles las primeras páginas de La memoria de Lucifer, lo que incluye... el prólogo que escribí.
Con el permiso de Patrick concedido os pongo el enlace para que podáis echar un vistazo a las primeras páginas del libro.. ¡Qué ilusión!
Un abrazo.
Sergio.

http://www.heraediciones.es/fragmentosobras/fragmentolucifer.pdf

sábado, 15 de mayo de 2010

Prosofagia en El Escarabajo Palabrero


Los foros y blogs literarios han supuesto una extensión de los antiguos cafés tertulianos; Internet tiene cientos de ellos, pero si uno busca con ahínco puede encontrar auténticas joyas.
Hoy quisiera recomendaros el Foro Prosófagos, un foro que es más que un foro, y que está frecuentado por escritores noveles y no tan noveles, por voraces lectores, pero, ante todo, por amantes de la palabra escrita.
Prosófagos se inició allá por septiembre de 2007, y parece mentira todo lo que ha evolucionado desde entonces. Hoy por hoy es un lugar de visita obligada para quienes sufren de inquietudes literarias y, me atrevería a decir, existenciales. Unas inquietudes que alumbraron una revista imprescindible: Prosofagia.
A aquellos que sueñen con ser escritores, les aconsejaría encarecidamente que prueben a colgar algunos textos en la zona de prosa o poesía (donde corresponda) y dejen que los avezados prosófagos opinen sobre los mismos. Será una forma de medirse, de curarse en humildad… en definitiva, de saber si uno va por el buen camino. De cualquier modo, os aseguro, encontrará la alegría de sentirse acompañado en su viaje.

Con estas palabras, escritas en el boletín que elaboro mensualmente, presentaba el foro Prosófagos a mis amigos de la tertulia literaria El Escarabajo Palabrero. La tertulia propiamente dicha tuvo lugar el sábado pasado en la librería Escarabajal y estuvo centrada en la novela “Corazón tan blanco”, de Javier Marías, autor que crea admiración y animadversión a partes iguales. Personalmente la charla me dejó un buen sabor de boca, pues hasta con opiniones en contra uno aprende un poquito más acerca de la literatura. Marías, escritor profusamente literario, con giros y giros de lenguaje, pausas, comas, paréntesis, repeticiones, reiteraciones… encabeza un ala de la escritura muy particular, de la que, en mi opinión, se puede aprender mucho (para lo bueno y para lo malo).
Antonio Lois (creador de la tertulia) y un servidor en una foto retrospectiva.

Si queréis que os diga la verdad, cuando hablé de Prosófagos se me puso el vello de punta. Creo que es realmente hermoso que un grupo de personas anónimas, que no se han llegado a conocer en carne y hueso, de lugares tan lejanos como Argentina, Venezuela, Barcelona, Estados Unidos… hayan creado una revista literaria, a partir de su convivencia en un foro donde, entre otras cosas, cuelgan sus relatos y opinan sobre los demás, dan consejos, critican… pero sobre todo aprenden y dejan constancia de su amor a la literatura. Es una manera muy humilde y muy humana, cálida y nada impersonal, de demostrar al mundo que, de alguna manera, estamos interconectados, y que los sentimientos y las emociones pueden transmitirse a través del lenguaje, algo que bien pensado, es increíble.
Por último, se repartió entre los asistentes un detalle de Prosofagia: varios números impresos para que pudieran conocerla de primera mano. Estoy seguro de que mis amigos de la tertulia disfrutaron con ese presente pues muchos de ellos son escritores, o aspirantes a escritor (yo creo que pertenezco al segundo grupo, je,je..), y participan en talleres de escritura.
Sé que es una gota de agua en el océano, pero ¿no sería hermoso que todos, en la medida de nuestras posibilidades, habláramos de Prosofagia a la gente que conocemos?
Quizá el boca a boca lleve a esta estupenda revista a ser algo inmenso. Fijaros que no digo grande, porque grande ya es.
Ah! Y perdonad por la primera foto que, como soy un poco zopenco, la tomé cuando algunos tertulianos ya se habían ido. Pero los que están demuestran una cosa, ¡Prosófagos vive!
¡Salve, Prosofagia!

sábado, 1 de mayo de 2010

Recuerda, un relato de Sergio G.Ros


Recuerda
de
Sergio G.Ros

Se levanta con el ánimo sombrío.
Vestida solo con una camiseta de tirantes, se acerca al cristal de la ventana. Ladea la cortina con una mano y se queda mirando la placita de enfrente, presidida por una palmera curvada, con sus hojas verdes colgando, impertérritas, sin que una brizna de viento las acose. De fondo, se escuchan los chillidos de las cotorras que viven en la copa y que comienzan un nuevo día entre los mortales.
La luz del amanecer hace su aparición rompiendo la enredadera de sombras. Suspira; todavía nota el latido desbocado que se originó en los sueños de los que acaba de huir. Durante un instante, el cristal le devuelve parte de su reflejo: los pechos caídos, las caderas ensanchadas, las raíces negras, los ojos cercados de arrugas. La mano tiembla en la tela de la cortina. Desde atrás, ahogando el estruendo de las cotorras, le llegan los ronquidos de Pedro, entrecortados, rotundos. Yace ocupando casi toda la cama; su reflejo no puede ser más desalentador: gordo, flácido, velludo. Otrora fue un hombre apuesto, musculoso, coqueto.
Piensa: el tiempo lo cura todo, hasta las ganas de hacer deporte.
Antes de ir al lavabo ojea de nuevo la plaza.

Durante la mañana, el ánimo no mejora. El jaleo que arman sus compañeras, correteando por los pasillos de la oficina, mascando chicle, aporreando los teclados y gritando para entenderse por teléfono, le recuerda a las cotorras de la palmera. En cierta forma, parte de ella sigue allí, en esa plaza de ladrillos apretados.
Antes de comer, la jefa la llama a su despacho: mala señal. No se equivoca, después de todo siempre fue buena intuyendo cosas. El discurso comienza sin paliativos, con la consiguiente mención a la crisis. Mientras escucha no puede dejar de mirarle las uñas; necesitan una manicura urgente. Recibe la noticia sin pestañear; podría haber sido peor, al menos le dan a elegir: reducción de jornada con pérdida de seiscientos euros (la mitad de su sueldo) o la calle. Contesta que se lo pensará, se levanta y sale del despacho sin despedirse; sabe que en parte ha decepcionado a su jefa, seguro que esperaba otro tipo de reacción: lagrimeos, lloros, pataleos… lucha. El placer subyugante de la humillación. Pero hoy no es día para luchar.

Vuelve a casa caminando, siguiendo el recorrido que seguramente “él” hacía todas aquellas tardes hasta la placita. Pasa junto al mercado de frutas, compra una manzana que parece sacada de una película de dibujos animados y la muerde mientras contempla el paisaje. Algunos hombres la observan, pero ya no levanta la misma expectación que antaño. Ha perdido parte de ese poder magnético, casi animal, que hacía girarse las barbillas y recibir pescozones a los hombres casados.
Cuando alcanza la placita, de la manzana sólo queda el corazón; la tira en una papelera. Quizá todavía pueda salvarse el día: lo bueno de que Pedro esté desempleado es que no tienen que rendir cuentas a nadie; pueden coger el coche e irse al pueblecito en la sierra donde se encerraron un fin de semana, siendo novios, e hicieron el amor sin parar.
Se detiene junto a la palmera, protegiéndose del sol. Mira hacia lo alto, contando los pisos de su edificio para poder calcular qué ventanas corresponden al suyo. Se da cuenta de que, por primera vez, está mirando desde la misma posición desde la que él la observaba todos los días, durante aquel año en el que le hizo aquella promesa de amor.
La ventana de su dormitorio tiene las cortinas abiertas. Sólo dura un instante pero puede ver a una mujer desnuda, de grandes pechos, asomándose al cristal y que cierra las cortinas. Se queda sin aliento; parpadea. Trata de recomponer la imagen en su memoria. Siente que el corazón le oprime la garganta, traga saliva: cree reconocer a la chica. Podría ser la dependienta de la zapatería que hay en el bajo comercial. Sí, se dice, es ella.
Su mano busca el tronco de la palmera. Primero lo roza levemente, luego, descansa parte de su peso apoyando el hombro. Es un tronco rugoso, curtido con capas y capas que han crecido las unas sobre las otras, como viejas cicatrices.
Se asombra de que no pueda llorar. En cambio, siente un enorme vacío que se abre paso en su interior, a corte limpio entre las entrañas.
En algún momento descubre la inscripción en la corteza del tronco: J., 15 de septiembre de 1993.
¿Qué habrá sido de él?
Invadida por la desazón, cruza la calle; un coche tiene que frenar en seco para no atropellarla. Luego se adentra en un callejón pronunciado, de adoquines húmedos, apretando el paso y sin mirar hacia atrás, ni escuchar el claxon que la increpa.
Piensa: no quiero que las cortinas vuelvan a abrirse.
Tarda como cinco minutos en llegar a la estación; compra un billete. Durante el trayecto en autobús permanece abstraída, con la vista clavada en la ventanilla, ajena al discurrir de asfalto, de edificios primero, y campos de cultivo después. Atraviesan un puerto de montaña donde se ven los únicos atisbos de bosque en kilómetros. ¡Qué hermoso sería vivir en una casita, allá, en medio de la naturaleza, con alguien que te ame de verdad!
Se baja en la última parada, una estación que bulle de actividad. Hasta donde alcanza la vista, los bancos parecen ocupados por personas que llevan su equipaje a cuestas como si arrastrasen toda su vida en su interior. El murmullo que levantan resulta una jerigonza de babel imposible de interpretar. A trompicones, por pura intuición, consigue salvar los pasillos repletos, y salir fuera. Hasta el aire le parece distinto. El ruido de los coches la desvela de sus pensamientos; las colas se hacen interminables en los semáforos, los conductores protestan, los peatones tratan de cruzar la calle por dónde se les antoja, algunos niños se escapan de las manos que los retienen, el vendedor de cupones, que se busca la vida entre los vehículos, grita con estridente voz por encima de los cláxones.
Reanuda su marcha a grandes zancadas por la estrecha acera, sorteando a la gente, a sus hijos, a sus perros, a los carritos de la compra. Todo resulta paradójico para una persona que trabaja a jornada completa, de lunes a viernes, encerrada en una oficina. Se le descubre un mundo nuevo, palpitante de vitalidad. Eléctrico.
Cuando lleva varios minutos caminando, siente dolor en los talones y en los dedos de los pies. Por mucho que pasen los años no termina de acostumbrarse a los zapatos de tacón. No es el calzado más adecuado para caminar, pero tampoco lo tenía planeado. Piensa: qué estoy haciendo. Se detiene; duda. Pregunta una dirección a un anciano que espera junto a una marquesina. El anciano le indica el camino con amabilidad, sin dejar de sonreír. Tiene esa clase de sonrisas surcadas de arrugas que inspiran confianza.
Por fin, llega a un parque en cuyo centro hay una fuente de piedra blanca, atestada de palomas. El parque está rodeado de jardines salpicados de rosales, donde un césped recién cortado brilla bajo el cénit solar. Huele a hierba. Los aspersores lanzan finos chorros de agua, y las gotas son arrastradas al capricho de la brisa.
Encuentra un banco libre, a la sombra. El resto de bancos están ocupados por universitarios y hombres y mujeres con traje que almuerzan tomando el fresco. Es un lugar agradable, una especie de oasis en medio de la vorágine semanal.
Alza la vista. Comprueba el número en el portal del edificio que tiene ante sí: es el número que buscaba. Barre con la mirada los balcones de los pisos, uno a uno, hasta posarse en el sexto. No logra saber con exactitud cuál será el suyo. Solo estuvo una vez aquí, hace ya dos décadas. Ni tan siquiera puede saber si seguirá viviendo en el mismo sitio.
Pasa el tiempo, el sol pierde fuerza. Los usuarios de los bancos son reemplazados por otros, desaparecen los hombres y mujeres de traje, también los universitarios, llegan amas de casa y ancianos que se anticipan a la salida de los colegios en busca de los nietos, luego vuelven con los niños a dar cuenta de la merienda y a dar de comer a las palomas. Es como un oleaje de sonidos: silencio, brisa, jolgorio, arrullo de palomas; otra vez silencio, brisa, jolgorio, arrullo de palomas. Ella permanece ajena a todo. Incluso al tono de su teléfono móvil que suena varias veces en el interior del bolso.
Caída ya la tarde siente frío; las farolas se encienden.
Entonces repara en una figura que aparece en el balcón. Observa las volutas de humo que se pierden en el cielo nebuloso. La silueta del hombre ha ganado volumen y ha perdido gracilidad, pero los gestos y la pose siguen siendo los mismos.
Sonríe tratando, a pesar de la distancia, de escudriñar las añoradas facciones que un día fueron suyas.
Minutos después, un niño sale al balcón. El hombre le alborota el cabello, apaga el cigarrillo y vuelven dentro.
Ella se levanta, sacude los pies, y regresa a la estación de autobuses.
Ya no siente frío.
Le reconforta pensar que, una vez, alguien la amó de verdad.


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