domingo, 27 de septiembre de 2009

Mi experiencia con la corrección


A raíz de una pequeña conversación con la encantadora Esther, de Prosófagos, blog: (http://www.necesidadyazar.com.ar/), he estado dándole vueltas al tema de las correcciones.
Como sabéis, dejé pasar un mes desde que acabé mi cuarto manuscrito, antes de iniciar la labor de pulido. Me preguntaba Esther si la experiencia de este “descanso” me había parecido productiva, pues, antes, yo era de los que nada más acabar, corregían y mandaban a editoriales y agencias.
Le dije que necesitaba madurarlo, pues no lo tenía muy claro.
Bueno, pues lo he meditado un poco y sigo hecho un lío, así que voy a tratar de desenmarañar la madeja a ver qué encuentro.
Para ello necesito echar mano de dos opiniones o comentarios de otros compañeros de foros y blogs:
1) Espartano (Blas Malo, http://lenegaron27.blogspot.com/), otro genial escritor en ciernes, habitual de Bibliotecas Virtuales, nos expuso a los compañeros del foro su método de trabajo. Os pongo el enlace por si queréis echarle un vistazo porque es de lo más interesante.
http://portal.bibliotecasvirtuales.com/es/foros/mis-contactos-con-las-agencias?page=33
Básicamente, Espartano establece tres pautas: un hilo temporal de la obra, una sinopsis corta de una página, y una sinopsis larga de unas quince o veinte páginas con lo más importante de cada capítulo, sobre la cual se establecen las correcciones antes de pasarla a la obra en sí. Lo que es obvio es que su método funciona, por lo menos a él le funciona, y deja claro su profunda seriedad y profesionalidad a la hora de iniciar una corrección, contando, además, con el asesoramiento de una agencia literaria.
2) naTTs y su excelente blog Palabras, ladrillos, muros y otras historias (http://cutthesewordsandtheywouldbleed.blogspot.com/) habla en sus últimas entradas del proceso creativo, diferenciando los distintos métodos que tienen los escritores a la hora de abordar la narración de una obra. Básicamente (aunque es malo generalizar) hay quienes perfilan a los personajes y definen muy bien la trama o tramas de la obra, subtramas y sucesos más importantes antes de empezar a escribir. Incluso hacen una especie de guión, o sinopsis (Ken Follet). Otro grupo parte de un personaje o personajes y de una situación concreta, sin guión previo, aunque sí puede tener una ligera idea, que puede ser tan simple como una situación o una imagen recurrente. Sería algo así como una labor de arqueología en la que vas desenterrando sin saber exactamente lo que encontrarás. Depende de lo que les de por hacer a los personajes. Y así el escritor puede llevarse una sorpresa: al principio pensabas que ibas encontrarte un carro romano, y luego se trata de una catapulta, por decir algo. A este grupo pertenecería Stephen King (y un servidor, pero lo digo en voz bajita porque ponerme al lado del maestro es mucho poner, claro…je, je).
Os invito a echar un vistazo el blog de naTTs.


Os preguntaréis: ¿Qué relación he establecido entre ambos comentarios de Espartano y naTTs?
Pues mirad, después del mes de descanso, cogí el manuscrito con muchas ganas y empecé la corrección. ¿Las sensaciones? Bueno, pues para mi decepción fueron rancias. Algo así como si se me hubiera dormido el cerebro. Me encontraba entumecido, y me costaba entrar en la historia. Luego fui arrancando motores y terminé a todo trapo, trabajando muchas horas y sin descanso hasta que terminé la corrección “gorda”. Entré con la intención de pasar la guadaña, os lo juro, pero no fue así. Eso sí, como en mi manuscrito tienen mucha importancia los flashbacks decidí cambiar el tiempo verbal de algunos capítulos, pues yo los había escrito en presente. Eso me llevó un montón de trabajo y resultó una labor muy pesada. Corregía, leía y volvía para atrás a volver a leer. Un tostón.
Lo positivo: a pesar del coñazo de corregir los tiempos verbales de un montón de páginas el resultado me gustó mucho. Creo que es un buen manuscrito, y que va ganando fuerza a medida que pasas páginas, algo habitual en mi forma de escribir. Leerme exige un esfuerzo, tienes que subir una colina para contemplar lo bueno que hay detrás. Supongo, claro, ya que hasta ahora casi nadie ha leído mis manuscritos.
Bien, llegados a este punto e hilvanando con el inicio de esta entrada: nada más terminar la corrección gorda, estaba tan cansado que no sabía por dónde tirar. Bueno, tenía claro que era el turno de la sinopsis, pieza que me cuesta mucho conseguir y que es clave para “enganchar “ a editoriales y agencias.
Lo primero que hice fue imprimir el manuscrito en papel, para lo cual os aconsejo que vayáis a una copistería o reprografía y lo llevéis en lápiz de memoria. Es más rápido y sale más barato que hacerlo en vuestra casa, que os lo dice uno que se tiró un día entero para sacar un manuscrito en su pequeña impresora. Además encuaderné el manuscrito y buff…¡vaya subidón! Es una satisfacción difícil de expresar. Me encantó verlo en papel, y creo que no se puede comparar a ver tu manuscrito en digital, ni de coña. Estaba, ¿cómo decirlo?, límpido. Como vestido de fiesta. Hermoso.
Bien, volviendo a lo de la sinopsis. Leí el comentario de Espartano y empecé a realizar resúmenes de los capítulos, pero no llevaba ni tres hechos cuando me di cuenta de que no podía seguir, que aquello era superior a mis fuerzas. ¡¡Seré vago!!, me repetía exasperado. … Entonces me dio por pensar. Creo que la corrección, la sinopsis, la redacción de un hilo temporal, se fusionan de alguna forma con el proceso creativo. Para mí, cuando escribo, me es imposible ser tan metódico, tan frío. Ojo, no es ni de coña una crítica al método de los demás, señalo lo que me ocurre a mí, pues ya he remarcado que el método de Espartano me parece super profesional y seguro que mucha gente del sector lo usa. Pero, ¡chicos y chicas, yo no puedo usarlo! Jolines, me ha faltado darme coscorrones contra la pared, pero nada, ni argumentando las cosas positivas: Sergio que tienes memoria de pez, dentro de un mes no te acordarás de por qué tu personaje fulanito hizo tal o cual cosa, ni podrás explicar qué ocurrió antes de esta otra… ¡Es verdad, todo es verdad! Pero yo no puedo. Es algo que va en contra de mi forma de concebir mis historias. Cuando han sido muy largas he anotado en un papel algún dato para no meter mucho la pata, pero de ahí no he pasado. Para mí sería como diseccionar la historia, abrirla en canal e ir destripándola… y va en contra de mi proceso creativo. No me puedo plantear por qué mi personaje decidió matar a este otro: simplemente lo hizo así en ese momento, mientras yo escribía con total honestidad. Para mí fue creíble en el momento de esa creación y ahora no voy a entrar a replanteármelo.
Os aseguro que si hubiera leído el manuscrito y me hubiera chirriado pues habría cambiado cosas. De hecho lo hice con alguna escena puntual, algunos párrafos y frases. También lo de los tiempos verbales.
Así que Esther, contestando a tu pregunta: creo que el descanso ha sido bueno en la medida que ha enfriado “la pasión” con la que escribí el manuscrito. Adormeció mis sentidos y pienso que eso te da cierta objetividad, ganas perspectiva. Ahora bien, como autor –y esto es a nivel solo personal- tengo serias limitaciones a la hora de pulir. Creo que yo tengo un nivel de saturación, impuesto por mi propio sistema creativo: obviamente creo que es bueno corregir, y corregiré, pero hasta cierto punto. Si la obra, tras una relectura, en líneas generales me gusta, no voy a seguir amasándola como un trozo de pizza, ni distorsionándola en función de si mi estado de ánimo se encuentra triste, melancólico o efusivo. Quizá mi método sea el menos recomendable, el menos purista. Pero para mí, hacer otra cosa, sería quitarle frescura a la historia. Aniquilarla. Porque en ella hay un hilo mágico, invisible, que fluye de alguna manera de forma subconsciente, que no puede ser analizado, ni descuartizado, puede percibirse pero no reproducirse en laboratorio.
Siento ser un pésimo corrector. Solo espero que si algún día me coge alguna agencia o editorial pueda adaptarme a sus exigencias.

Muchas gracias Esther por haberme hecho meditar. También aprovecho para indicar lo mucho que valoramos (me consta que lo hace un montón de gente) tu labor generosa de corrección en Prosófagos.
Chica, tienes cualidades mágicas. ¿Dónde las aprendiste, en Hogwarts?

jueves, 24 de septiembre de 2009

PARA QUE HAYA SOMBRA, TIENE QUE HABER ÁRBOL.

Hoy tocaba McDonald´s para comer. Así que he cogido el coche y he ido a un centro comercial cercano.
A mi mujer y a mí nos encanta comer comida basura mientras vemos capítulos de Las chicas Gilmore en el DVD. Tiene que ser algo relacionado con el subconsciente porque las protagonistas de la serie, Lorelay y Rory (madre e hija), sólo comen porquerías -muchas y a todas horas-: pizzas, dulces, chocolate, hamburguesas, rollitos de primavera… je,je, lo que nos gusta a nosotros y, claro está, lo que en una dieta sana no se puede comer todos los días. Así que nos permitimos un homenaje de cuando en cuando, con el consiguiente arrepentimiento posterior, que no es muy sentido, todo sea dicho.
Bueno, el caso es que aparco en frente de la entrada del McDonald´s, me bajo del coche y empiezo a caminar, contemplando los nubarrones que se acercan por el este, tan negros como la tinta china. Camino deprisa, siempre lo hago, es una costumbre. Pero, para mi sorpresa, veo a un hombre que debe frisar los cuarenta, entrado en carnes, apretar el paso, y, con gran esfuerzo, ponerse a mi altura. De la mano, lleva a su hijita (supongo que debe serlo) de unos cinco añitos, linda y mofletuda, que a trompicones y sin protestar, sigue el ritmo de su padre. Durante unos instantes he sentido que manteníamos una especie de carrera por llegar a la entrada de la hamburguesería. Me ha parecido fuera de lugar que alguien quiera romperle los meniscos a su hija pequeña con tal de llegar antes a la fila de comida rápida, así que he frenado un poco para dejarles pasar primero. El tipo, con gran avidez, se ha colocado raudo en la única cola disponible en ese momento. Eran más de las tres de la tarde, y la punta de clientes había decaído.
Total, ahí estoy yo, tras padre e hija, y un hombre y su mujer, esperando turno. Lo bueno del McDonald´s (y os juro que no es por hacer propaganda) es la eficiencia con la que te atienden, por lo menos al que voy yo. El encargado ha abierto otra caja, y la cola se ha dividido en dos, para gran satisfacción del “padre destroza meniscos”. Bueno, ya me queda menos, pienso. Pero no las tengo todas conmigo. En esto, llega un viejo y se pone detrás de padre e hija. Un hombre mayor, de los de manual, ya sabéis: pantalones grises y rebeca de punto blanca. Terminan de despachar a padre e hija, pero la chica de la caja donde espera el viejo se ausenta un segundo. Al mismo tiempo, la pareja que está delante de mí también acaba de recoger su pedido. Como llevan una bandeja bastante voluminosa, cargada con todo el repertorio del menú, me hago a un lado para dejarlos pasar. Y ocurre. Claro.
El viejo da una zancada y se pone en mi cola, y pide. Y le atienden. Quiero un café cortado, dice.
Frunzo el ceño. Me pongo a su altura y le digo: Perdone, señor, iba yo primero. Repito la frase pero el viejo hunde la barbilla en el pecho, sin mirarme y hace como que no me escucha. Observo el audífono en su oreja derecha, su cara arrugada y la piel salpicada de manchas. Enarco una ceja y lo dejo estar. El encargado que pasa por ahí, me observa hosco, y me invita a hacer el pedido, pero de mala gana, con malas pulgas. Con una expresión flotando en su rostro que viene a decir “joder, tío, deja en paz a ese pobre viejo, no seas maleducado, ¿no ves que es un hombre mayor?” Eso también me joroba bastante.
Tras cinco minutos de espera, pago y recojo mi bolsa. Antes de irme, puedo ver de soslayo al viejo tomando café con su mujer en una de las mesas del fondo. Suspiro y me marcho.

Otro caso:

Un sábado por la mañana, bien temprano, llevo a mi padre a comprar al mercado de Santa Florentina, un conglomerado de puestos situados en el interior de un edificio de principios de siglo XX, recién remodelado. A mi padre le gusta comprar allí la verdura y el pescado que le encarga mi madre.
La historia comienza de forma parecida: estaciono el coche en una avenida aledaña, rebusco en mis bolsillos una moneda y me acerco a la máquina para sacar un tique de aparcamiento. Imaginaos la escena: las aceras están desiertas, hay un montón de plazas para aparcar, no se ve un alma a la vista, camino con la moneda entre los dedos y, de pronto, cuando apenas me quedan diez metros para llegar hasta la máquina, aparece un hombre –que debe rondar los sesenta- corriendo a todo lo que le permiten sus piernas. Me quedo perplejo, tardo en comprender que ese hombre se juegue (sus meniscos) por coger turno en la máquina. Total, que no me “pico” y le dejo alcanzarla antes que yo. No quiero ser cómplice de una muerte prematura, ni nada de eso. Bueno, pues el viejo se encorva delante de la máquina y mete tembloroso la mano en sus pantalones, saca un monedero todo pellejudo y empieza a buscar con impaciencia una moneda. Medio minuto, un minuto, minuto y medio, y yo detrás, esperando con mi moneda entre los dedos. Puro egoísmo, algo ridículo. No quiero pensar qué sería de nosotros si estuviéramos en la época de las cartillas de racionamiento. La de hostias que nos íbamos a dar por conseguir un poco de comida.

Lo que quiero resaltar con esta entrada es que ese tipo de cosas me pasan cada vez con más frecuencia. Ya no son hechos aislados. Lo curioso es que me ocurren con gente mayor, supuestamente educada, gente que ya olvidó lo que es tener acné hace mucho tiempo.
Cuando me ocurren me produce cierto desasosiego, cierta inquietud.
Entonces recuerdo el libro de Saramago: “Ensayo sobre la ceguera”, un libro muy escatológico pero que, a mi parecer, refleja muy bien la delgadísima línea que nos separa del embrutecimiento. Del palo, el fuego y las pinturas en las cavernas. Saramago describe a la perfección los rasgos más impíos de la sociedad, los rasgos más “humanos”. Tiene frases que dejan huella, y juega hábilmente con los refranes populares para poner al descubierto nuestros mayores defectos, lo ruines que podemos llegar a ser.
“Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales”.
Como suele decirse, en situaciones límite o catastróficas, sale a la luz “lo mejor y lo peor del género humano”, es verdad, los hechos heroicos, pero no sé… últimamente parece haberse perdido algo de esa dignidad, de ese cultivo por las buenas maneras, o por lo menos, las mínimas maneras.
Es como si la mala educación se hubiera extendido como la mala hierba en un jardín, que nadie, o casi nadie, se preocupa por cuidar como es debido. Los políticos (sea del bando que sean) señalan con desdén a las plantas jóvenes, pero se olvidan con frecuencia, que el mismo descuido crece también alrededor de las viejas.
Por supuesto sería una falacia generalizar, pero me queda ese mal sabor de boca, ese resquemor. Siento que nuestros mayores han perdido tanto o más que los jóvenes. Porque solo puede perder algo quien alguna vez lo tuvo. Y lo tuvieron, porque en mis recuerdos no tan lejanos, las personas mayores eran la primeras en saludar cortésmente, las que cedían el sitio a las embarazadas, las que pedían permiso antes de entrar, o las que preguntaban el turno en la tienda… En definitiva, se mostraban dignas, se comportaban como “señoras y señores”. No era una cuestión de dinero, ni de rango social.
Por eso termino, esta entrada-reflexión, con otro refrán: “A quien buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”.

Y me pregunto: ¿Dónde está el árbol ahora?

domingo, 20 de septiembre de 2009

Despedida de soltero

Son las seis y cuarto de la mañana y acabo de regresar a casa de la despedida de soltero de un buen amigo. Era una despedida mixta -de chicos y chicas- porque Juanjo (que así se llama el novio) tiene un buen puñado de amigos y amigas.
Para mi esposa ha sido un momento especialmente emotivo. Juanjo es para ella como el hermano que nunca tuvo. Durante la cena en el restaurante le ha leído una hermosa carta que a punto ha estado de hacerlo llorar. Me quedo con un mensaje hermoso: la amistad entre hombres y mujeres, más allá de tópicos y dichos populares malintencionados. Y, yendo un poco más allá, con el agradable sabor que deja la "amistad" sin géneros.
La despedida ha sido sencilla, sin espectáculo de striper ni nada de eso. Como en los viejos tiempos: una reunión de amigos en torno a una mesa, bebiendo, charlando y echando unas risas. Por supuesto, ha habido bromas picantes con un vaso en forma de genitales femeninos, tetas saltarinas, camiseta para el novio, chapas para los amigos, refranes picantes, y nata, mucha nata.
Yo, aparte de participar con mi esposa en los preparativos (una semana agotadora), he hecho algo que se ha convertido en una tradición para nuestro grupo de amigos: dibujar un cómic con caricaturas de los presentes. Esto provoca siempre la risa de ellos, y, verles tan felices me hace feliz a mí. Hoy he compuesto una breve historia, titulada "El señor de los culillos", una versión propia de "El señor de los anillos", con una buena dosis de cachondeo made in "Sergio". Por supuesto, Juanjo era el protagonista de la historia en el papel de Juanjo Bolsón, acompañado por Asensio y Puri, dos amigos que son "mis musas artísticas", aunque les pese... ja,ja.
El broche de la despedida lo ha puesto "La Choni", una muñeca hinchable a la que el novio ha dado vida insuflándole aire de sus propios pulmones. Después, la ha vestido con lencería fina y medias negras compradas por dos perras en un "chino".

Parece mentira lo que puede dar de sí una muñeca hinchable. Tras la cena, hemos ido al Campamento festero, porque aquí, en Cartagena, estamos en fiestas de Cartagineses y Romanos. Hemos paseado entre las distintas casetas (que están agrupadas por tropas y legiones), bailando, bebiendo y saltando, todo ello con la Choni como reclamo de la gente que se cruzaba en nuestro camino. El novio se ha hecho como media docena de fotos con extraños, y otros y otras, no se han cortado un pelo en comprobar la profundidad de los orificios de la Choni con sus propias manos.
Pobrecilla, vaya sobeteo le han dado. Si lo pensáis bien, no hay nada como un muñeco o una muñeca para invitar a la risa y al entretenimiento. A la felicidad porque sí. Una alegría tonta, de esas que sacan la sonrisa del más serio. Ha sido un gustazo.

Para finalizar, hemos acabado sentados en una terraza comiendo churros con chocolate, como no podía ser de otra forma. Charlando tranquilamente. Incluso le he contado a dos amigas que escribo. Se han quedado sorprendidas (mis amigos no lo sabían). Te das cuenta de la percepción errónea que tienen las personas que no conocen nada acerca de cómo se las gasta el mundo editorial. No imaginan lo realmente difícil que es poder llegar a publicar.
Tras los churros y el merecido descanso, hemos dejado al novio a buen recaudo de la novia (que estaba también en el campamento "en su propia despedida") y cada uno ha tomado una dirección distinta de regreso a casa.
Mi esposa y yo hemos caminado un buen trecho -ella con un tremendo dolor de pies por los zapatos de tacón-. Ahora duerme como una bendita. Y servidor escribe.
Sí, escribe y está feliz por ello.

Un abrazo a todos y, si me lo permitís, ¡brindo por la amistad!

jueves, 17 de septiembre de 2009

La soledad del escritor

Este personajillo que se ve en la foto es Keitaro Urashima, un agapornis papillero, criado por mi mujer desde que era un pollito. Como podéis ver tiene una expresión dulce e inteligente (lo cual es curioso porque no posee ni cejas, ni nariz). El caso es que Keitaro tiene una novia: otra agapornis llamada Midori, voluptuosa y posesiva. Pero Kei-Kei (como llamamos a Keitaro) no le hace mucho caso, la verdad. Pensábamos que se animarían a tener descendencia, pero en vez de eso, se dedican a perseguirse por la jaula y a quitarse el columpio. Obviamente, siempre gana ella. La culpa de toda esta falta de interés, reside, tal vez, en que el cabroncete de Kei-Kei desahoga sus instintos en una bola de plástico de esas que hay dentro de los Kinder Sorpresa. O dicho claramente: que se tira a la sorpresa (sin relleno, claro).
A estas alturas de la entrada os preguntaréis a dónde quiero llegar. Bueno, pues para quien no lo sepa: los agapornis emiten un sonido agudo y discontinuo, especialmente molesto. Keitaro y Midori son una de las chirriantes muestras de afecto que pueblan mi vida cotidiana y que, aunque esté mal el decirlo, a veces, se convierten en un suplicio.
No sé qué os pasará a vosotros, pero yo, para escribir, necesito un profundo silencio. Como vivimos en un pisito dentro de un barrio humilde, recurro a tapones para los oídos.
Tengo que decir que me siento mal por ello. Desde que escribo en serio me he vuelto un poco egoísta. Cuando tengo una historia en mente, necesito volver a ella casi a diario, y olvido con asiduidad otras cosas. A menudo tengo la sensación de que al escribir y conforme pasa el tiempo, me convierto poco a poco en una especie de ermitaño.
Por eso, no puedo evitar recordar las palabras del maestro Hemingway respecto a la soledad del escritor:
"Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. "

Tengo la sensación de que los escritores son como mineros que escarban en lo profundo de sus mentes, y que, a pesar del esfuerzo y el trabajo, disfruntan con ello. Ansiando día tras día volver allí, al interior de las cavernas que pueblan sus sueños.
¿Qué os parece?

sábado, 12 de septiembre de 2009

Oda a los lectores profesionales



Hace un par de entradas, el compañero Daniel DC (cuyo blog podéis ver pinchando en el enlace de la derecha de esta página), me hizo reflexionar sobre los lectores profesionales.
Me aportó otro punto de vista distinto al que yo tenía, claro. Eso es lo bueno de los blogs, los foros y en general la comunicación que te brinda Internet: tienes la posibilidad de conocer de la mano de otras personas un medio para tí inaccesible, por lo menos de momento, que en este caso no es otro que el negocio de la literatura o el cine.
Como sabéis, en la entrada “Con la puerta en las narices” un servidor se lamentaba de no obtener una respuesta de rechazo más personal a sus manuscritos que la típica y estandarizada carta de rechazo.
Copio extractos de los comentarios de Daniel, por considerarlos de suma utilidad para muchos de los que ansiamos publicar, agradeciéndoselo de antemano. Oye, Daniel, incluso me siento un poco mal por hacerlo, en cierta medida me aprovecho de tu sabiduría, ¿Qué tal si publicamos esta entrada simultáneamente en tu blog y en el mío? Sería algo así como una unión de fuerzas, je,je
Daniel DC:
…Hace una década, comencé a entrar en la cinematografía y opté por el camino difícil: enviaba guiones a los estudios, productoras y agencias de representación. Todas me mandaron cartas de rechazo. Luego me propuse estudiar cine y al participar en los festivales, conocí a personas clave que me ayudaron a comprender, cómo opera la industria del entretenimiento.
Desde ese entonces, defiendo a la industria y su mecanismo de operación.
Tanto las productoras de cine y televisión, como las editoriales y agencias literarias, reciben miles de manuscritos “no solicitados” todos los días. Los lectores asignados, deben presentar un informe de los posibles recomendados; la decisión que tome la directiva, dependerá de la corriente literaria o idea del momento.
¿Qué hace un lector asignado cuando toma un manuscrito? Revisa la primera página; si no cumple con los estándares, de formato y estructura literaria, lo descarta y toma el siguiente manuscrito.
Si un manuscrito llama su atención, lee aleatoriamente dos o tres páginas para ver si mantiene el formato; de no cumplirlo, lo descarta y va con el siguiente, hasta encontrar uno que si cumpla con los estándares.
La política interna estipula que no deben leer manuscritos no solicitados (los que más abundan), como no pueden responder a miles de personas todos los días, tienen un formato de carta de rechazo que envían como solución diplomática…
….Cuando se está por fuera de la industria y se desconocen los motivos de una actitud de rechazo en conjunto, la persona se siente víctima y su primera reacción es hablar mal del proceso. Al emplear la empatía, se entiende por qué toman esa decisión.

Me explico:
Imagínate que consigues trabajo en una editorial, te asignan la posición de lector y te dicen: «debes presentar un informe al final del día sobre los manuscritos que te asignaremos», de pronto, te sientas en un mullido sillón y te colocan sobre la mesa 10 manuscritos. Tu primera impresión es si leo rápido, los puedo terminar al final de la tarde. Pero cercano a las 11:00 a.m., te colocan sobre la mesa 30 manuscritos más. Pudieras decir: “Bueno, entrego este informe a las 5 de la tarde y me llevo el resto de los manuscritos a casa para poder avanzar y los reporto mañana.”
Al día siguiente, con los ojos rojos del trasnocho, tienes el informe listo. Llegas al trabajo y te consigues en la mesa 40 manuscritos con la asignación del día y así sucesivamente a lo largo de la semana.
Luego de un par de meses, debes tomar una decisión: o renuncias o tomas medidas drásticas.
La solución: manuscrito que no se adapte al formato, será descartado.
“¿Cuál es el formato?” preguntarás.
Voy a preparar una entrada en mi Blog para suplir todas las dudas.
Un cordial abrazo,

Daniel DC”.
Es obvio que todos esperamos, Daniel, la entrada en tu blog para poder ver cuál es ese formato estándar. ¡Acabas de abrir la Caja de Pandora! Creo que tu blog va a pasar a ser uno de los más visitados en cuanto la hagas. ¡¡¡Avisa!!!
Bueno, ahora en serio, en este punto comienza realmente mi propia entrada:


La Oda al lector profesional.


¡Va por vosotros, semidioses anónimos!

Es temprano y hace frío. Los cristales de la oficina están empañados por la escarcha, y abajo, los coches se apelotonan en una garganta luminosa que atraviesa la ciudad.
Sobre la mesa, cual pilares, se apelotonan decenas de manuscritos anillados de distintos grosores. Algunos tienen portadas dibujadas, otros son asépticos, fondo blanco y títulos en negro, los que prefieres. Tu jefa te ha dicho que tienes que entregar cuatro informes para el mediodía. Acabas de abrir uno de los manuscritos, al azar, y estás recostado en el duro sillón que tiene marcada tu silueta, con la luz de la lamparita verde a tu izquierda y el vasito de café de máquina sobre la mesita. Los cuadros baratos de la pared, imitación de grandes artistas, son los de siempre, el aroma perfumado de la habitación idéntico al de ayer, incluso el murmullo de gente que corretea por los pasillos de la agencia es el mismo que de costumbre. Te pones los tapones en los oídos para separarte del mundo, dejando atrás el sonido constante de los teléfonos. Umm… Después de varios años en este trabajo tienes claro tu oficio. Has desarrollado ese sexto sentido al que, secretamente, llamas “molde cósmico”. Consiste en abrir un par de páginas y ver si todo encaja. Líneas, párrafos, lenguaje, “tono”, argumento, personajes… Es fácil cuando uno sabe cómo hacerlo, aunque solo con aceite hirviendo lo confesarías públicamente. No, no, señorita, mi oficio es el arte más difícil del mundo. ¿Sabe cuántos manuscritos no solicitados nos llegan? Muchos, muchísimos.
Y tú eres uno de los filtros. La barrera de contención, el rompeolas del arte. Capaz de resistir las embestidas llenas de esperanza de autores anónimos sin despeinarte, sin enarcar una ceja, sin sentir remordimientos. Es un trabajo profiláctico, ¿no? Algo limpio. Sonríes en la penumbra. Estás bañado en la burbuja de luz de tu propia realidad, donde eres un semidiós. Tus dedos sostienen el folio que acabas de abrir. Un trabajo limpio, repites. Meditas en silencio, tu silencio. En algún lugar de tu mente está a punto de activarse ese mecanismo frío y calculador por el que te pagan. Un dedo imaginario se agita en el aire antes de pulsar el botón donde no hay vuelta atrás. El molde cósmico tiene que estar “en servicio” antes de que tus ojos se posen en la primera línea.
Sientes un escalofrío. Toses. Bebes el último sorbo de café y te hundes en el áspero sillón. El dedo continúa en el aire, pero no pulsa el botón. “Un trabajo limpio”. Observas el reloj de pulsera… “Por una vez…”. Suspiras. “Hay tiempo”, murmuras. No puedes oír que acabas de hablar en voz alta. Pero estás solo en la habitación. Tú y los manuscritos, un dios en el jardín del Edén.
De pronto, recuerdas. No sabes por qué, supones que es el cansancio del fin de semana, o los años que no pasan en balde. Sí. Recuerdas. El viejo desván en casa de los abuelos, la linterna grotesca de la Guerra Civil, la sábana polvorienta. Subías a oscuras y te acurrucabas protegido del mundo para leer. “La isla del Tesoro”, “Ivanhoe”, “Viaje a la luna”, “Los tres mosqueteros”… Sientes otro escalofrío al volver a la realidad. Te descubres mirando los horribles cuadros. ¿Por qué son horribles? Son imitaciones, te dices. Carraspeas incómodo. De repente te has dado cuenta de algo. Algo que te provoca un sudor frío por la espalda. Los libros, tus queridos libros. Aquellas hermosas novelas de juventud, que leías con pasión. Has tenido una revelación. Esas novelas no pasarían tu “molde cósmico”. No. Es un pensamiento tan horrible como verdadero. Sientes una profunda melancolía.
Tu mente contraataca: tienes que pagar la hipoteca, el Euribor ha subido medio punto, la luz un tres por ciento, toca la revisión del coche dentro de dos semanas, hay que comprar los libros de las niñas… Asientes, cabizbajo.
Pero no pulsas el botón. No esta vez.
Y lees la primera línea, y hasta el primer párrafo, con la mente límpida. Sin filtros, sin estándares, sin pensamientos preconcebidos.
Disfrutas leyendo.

Un millón de horas después la puerta de la habitación se abre. Te quitas los tapones de los oídos. Para tu sorpresa es la mujer de la limpieza, Cari, que te sonríe con afecto.
-¿Todavía sigues aquí?
-¿Qué horas es? –preguntas perplejo.
-Oh, más de las seis.
-¿Y la jefa?
-Creo que se marchó a Madrid y no volverá hasta mañana. Le salió una reunión urgente.
Parpadeas y cierras el manuscrito. Llevas dos terceras partes leídas. Observas el montón que descansa sobre la mesa. Sonríes por tu buena suerte.
-¿Es bueno?-pregunta Cari observándote.
Alzas el manuscrito orgulloso.
-De lo mejor que he leído hace años.
Sonríe.
-¿Sabes una cosa, Daniel?
-¿Qué?
-A veces yo también los leo cuando me quedo a solas.
-¿Si?
-Sí, me encanta leer. Nunca he comprendido por qué rechazáis algunos, a mí hubo uno, la semana pasada, que me hizo llorar como una magdalena. Todavía me arde el pecho cuando pienso en él. Sois muy duros con los libros, ¿no?
-Supongo que sí-te encoges de hombros y aprietas el manuscrito contra tu regazo.
-Me alegro de que te haya gustado ese-te dice mientras agita el plumero por los cuadros horribles.
-Desde luego que sí.
Te despides de Cari y te alejas, cansado y muerto de hambre, por el pasillo silencioso.
Cuando llegas a casa, todavía tienes el manuscrito bajo el brazo. Luego, vuelves a la vida real: comes, juegas con las niñas y les ayudas a hacer los deberes, echas una mano a tu mujer, y tomas una ducha.
Te vas a la cama temprano, apagas el televisor y abres el manuscrito. Tu mujer sale del baño y te mira sorprendida.
-Oye, nunca te había visto traer trabajo a casa. ¿No decías que tenías un sexto sentido para los manuscritos, que con un vistazo de diez minutos bastaba? ¡Dios mío, si ese lo estás terminando! –grita con sorna.
Asientes, sonriendo. Ella te revuelve el pelo, te da un beso en la mejilla y se acuesta a tu lado. Toma un libro de la mesita. Es una buena lectora, solo que no cobra por ello.
“Tengo el mejor trabajo del mundo”, te dices a tí mismo.
Más tarde, ella se ha quedado dormida. Cierras el manuscrito satisfecho. Mañana tendrás que levantarte un poco más temprano para llegar antes a la oficina, coger tres manuscritos sin posibilidades y hacer un informe negativo de ellos. Rápido y sin miramientos. Pero hoy, lo que se dice hoy, has salvado uno. Uno ya es algo.
Apagas la luz de la mesita.
Presientes que esta noche dormirás como un lirón.

martes, 8 de septiembre de 2009

Exportando universalidad al resto del mundo

El pasado veinticinco de julio, asistí a la presentación del libro "El ocaso de las siete colinas", celebrado en la librería Bertrand de Cartagena. Me avisó Antonio Lois, el coordinador de una tertulia literaria a la que asisto desde hace poco (El escarabajo palabrero). La verdad, me apetecía acudir a una presentación literaria, sentía cierta curiosidad porque hasta la fecha había sido "un escritor ermitaño". Bueno, en mi caso, creo que está justificado. No sé a vosotros, yo me siento pequeñito, pequeñito delante de otras personas que charlan relajadamente sobre literatura. Todavía me estremezco cuando contemplo las hileras de libros sin fin en una biblioteca y me doy cuenta de lo poco que he leído y de lo mucho que me queda por aprender.

El caso es que llegué a la librería Bertrand con cinco minutos de adelanto, y allí pude conocer "in situ" a Patric Ericson, el autor de la obra (también de las novelas Génesis, La escala masónica), y a Jerónimo Tristante, otro conocido escritor (1969, El misterio de la casa Aranda, El caso de la viuda negra...) que tuvo la gentileza de actuar de presentador de la obra de Patrick.

Hacía un calor infernal, el aire acondicionado de los centros comerciales suele ser extremo. Lo malo de una librería con las puertas abiertas es que el calor puede campar a sus anchas. Salvo eso, puedo deciros que la presentación del libro y la posterior charla entre amigos fue magnífica y acogedora. Tomamos unas cañas en una terraza mientras Patrick (que por cierto fue el que invitó) y Jerónimo charlaban sin parar acerca de política internacional, casos no resueltos, sucesos extraordinarios, en fin, mil y un temas que seguro ya han embriagado a sus portentosas musas.
Un servidor charlando con el maestro Ericson

Sirva esta entrada para agradecer aquella magnífica tarde y a estos dos autores (para mí consagrados, aunque van paso a paso y con los pies en la tierra). Y para el buen talante y la generosidad con que atendieron a los presentes.

Para terminar, mi humilde reseña del libro:

El ocaso de las siete colinas

A la hora de comentar esta novela me adentro con prudencia en un género –el trhiller- al que no suelo estar muy acostumbrado. Desde luego, El ocaso de las siete colinas lleva impresas las cualidades más significativas del género: ritmo rápido, acción y héroes ingeniosos que deben frustrar planes de poderosos villanos, todo aderezado con numerosos recursos tecnológicos, giros de trama, pistas falsas y los famosos cliffhangers (No, no soy ningún genio, todo esta información la he sacado de la Wikipedia).
Por eso, confieso, me costó entrar en la novela. No por sus cualidades si no por mi propia condición de lector/escritor amante de otro tipo de literatura donde los personajes tienen disposiciones diferentes.
Pero, una vez rodadas las primeras páginas, El ocaso te atrapa dentro de su trama como una tela de araña, de la que es imposible escapar. El ecuador del libro se convierte en el cénit de una montaña rusa en la que te encuentras lanzado cuesta abajo y sin frenos.
Es, ante todo, una obra eminentemente visual, cinematográfica, donde la acción, los sucesos, la trama en definitiva es la que manda por encima de todo. Engulle a los personajes y sus destinos de forma inexorable, e introduce al lector en un mundo factible, bombardeándolo con datos, fechas y hechos históricos contrastados que hacen sentir un sudor frío por la espalda. No soy de los que cuestionan al autor, ni su información. Para mí, sería una pérdida de tiempo. La obra es creíble o no lo es. Así de simple. Y la visión que nos presenta el autor es la podemos leer entre líneas en los noticiarios, la que no nos dejan ver nuestras tareas diarias, la que no nos gustaría creer, pero, por desgracia, presentimos “que existe”. Una verdad tan pérfida como la realidad misma: Patrick Ericson nos introduce en los bajos fondos de la sociedad occidental, por la puerta de atrás del Vaticano, en esa jerigonza donde se mezcla la política, la religión, el pecado y los intereses económicos. Y lo hace jugando con las armas del género de forma brillante, viniéndome a la memoria películas como Juego de Patriotas, La Caza del Octubre Rojo, o la reciente y galardonada serie de TV, 24H.
Me detengo aquí para hacer una reflexión distinta, pues no quiero hacer una reseña al uso porque me consta que tanto novela como autor ya han recibido críticas favorables de gente con criterios profesionales más dignos y contrastados que el mío.
En vez de eso, rememoro cierto documental que vi una vez acerca de un director de cine. Se trataba de Pedro Almodóvar. Recuerdo algo que me impresionó bastante. Se hacía un breve resumen de su trayectoria profesional. Los expertos coincidían en que Almodóvar había conseguido exportar sus películas, rebasando las fronteras y las distintas culturas, haciendo de su cine, un cine internacional a partir de personajes autóctonos, tradicionales, muchos de ellos marginados y desplazados. En definitiva, siendo un director que mezclaba la tradición y la transgresión había conseguido la universalidad a partir de la cotidianidad de su propia tierra.
Bien, mi reflexión emerge de este punto. Creo que el mundo que nos rodea ya no es exactamente el mismo que hace décadas. Condicionados como estamos por las distancias físicas, por nuestros quehaceres diarios y nuestros limitados recursos económicos, las tecnologías informáticas han dotado a nuestra realidad de una globalidad sin parangón. Podemos comprar un artículo a través de Ebay, más barato que en un gran almacén cercano a nuestra casa, incluyendo además los costes de correo. Podemos hablar y vernos con los familiares que dejamos en Argentina. Somos capaces de saber lo que ocurre a unos exploradores en la Antártida, o mantener una deliciosa conversación con un estudiante que vive en Haway.
La globalidad para mí es una realidad que crece a cada poco, envolviéndonos sin posibilidad de retroceso. Por eso, Jose María, un tipo de Alhama, se convierte como lo haría un prestidigitador en Patrick Ericson, un tipo de Alhabama. Y es capaz, con su arte, de hablarnos de Fort Meade, de las agencias de inteligencia más poderosas del mundo, de los oscuros entresijos del Vaticano y de intrigas políticas ajenas a su tierra natal con total exactitud y convicción. Envolviéndonos, seduciéndonos con sus palabras cual mago, dispuesto a sorprendernos con un truco final.
Y, voilà!
Nos dejará helados.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Con la puerta en las narices


Como autor novel, una de las primeras cosas que uno debe aprender es a recibir rechazos. Yo, que llevo tres años escribiendo en serio, he perdido la cuenta de los míos. Al principio, optaba por mandar mis manuscritos, fotocopiados y encuadernados, vía correo certificado, con el gasto económico que ello suponía. Después, entré en foros y blogs de escritores y descubrí cómo debía plantearse la estrategia para publicar, de la que hablaré en próximas entradas (aunque no sé si mi experiencia puede ayudar a alguien porque, siendo realistas, yo no he conseguido publicar todavía).
Bueno, quisiera que el motivo de esta entrada sirviera para dar una tirada de orejas a las Editoriales, por su poca, poquísima originalidad. Precisamente ese baluarte (la originalidad) que tanto enarbolan delante de los escritores aspirantes y, que tan paupérrimamente usan ellos.


LA CARTA DE RECHAZO.

Toda carta empieza dirigiéndose al "desgraciado aspirante":

Estimado/a Sr. XXX (Apellido),
  • PLANTEAMIENTO: "Hemos recibido su obra.... para valorar su posible publicación", "Le agradecemos que se haya puesto en contacto con nuestra editorial y nos haya hecho llegar su manuscrito titulado....", "Le agradecemos la posibilidad de valorar su obra....", "Hemos examinado con la mayor atención la obra,...., que tuvo la amabilidad de someter a nuestra consideración"., "Recibimos la propuesta de publicación de la obra...., que tuvo la amabilidad de enviarnos...", "En primer lugar, Editorial... le agradece el envío de su original....", "Ante todo queremos agradecerle que nos haya ofrecido la posibilidad de valorar su novela...."
  • NUDO: "Lamentamos, sin embargo, tener que informarle que, a la luz de los informes de lectura recibidos, entendemos que su original no se adapta a nuestro programa de publicaciones actual, por lo que no vemos viable su publicación en nuestra editorial en estos momentos", "El hecho de haber completado la programación de 2008, y gran parte de la de 2009 nos obliga a ser muy exigentes al considerar las expectativas de venta de los originales recibidos", "Lamentablemente, nuestro comité editorial ha estimado que no se ajusta nuestra programación...", "Lamentablemente no encaja en nuestros planes editoriales", "Lamentamos comunicarle que, tras analizar dicho manuscrito, la decisión de publicación ha sido negativa", "El hecho de haber completado la programación nos obliga a ser muy exigentes con los títulos contratados y sus expectativas de venta", "Tras estudiar sus posibilidades de publicación, lamentamos comunicarle que no estamos interesados en la edición de la misma, dado que, en estos momentos, no encaja en ninguna de nuestras líneas editoriales", "Ante todo queremos agradecerle su interés en nuestra labor pero lamentablemente, en la actualidad, y tal y como le hemos informado no vemos la posibilidad de encajarlo en nuestro catálogo, que además tenemos cerrado para los próximos años".
  • DESPEDIDA Y CIERRE: "Tal y como le comunicamos en nuestra carta anterior, no devolvemos los textos recibidos. Esperamos poder colaborar con usted en otra ocasión", "Sin otro particular, le deseamos mucha suerte en sus futuras gestiones editoriales y le enviamos un muy cordial saludo", "Confiamos en tener la oportunidad de colaborar con usted en otra ocasión y le enviamos un atento saludo", "Agradeciendo su confianza en...., reciba nuestro más cordial saludo", "En cualquier caso, confiamos en que sus futuras gestiones editoriales den fruto, y que pronto, pueda ver su obra publicada", "Por motivos logísticos, no nos es posible la devolución de los manuscritos recibidos y no seleccionados para su edición, por lo que procederemos a la destrucción de la copia que nos mandó", "Aún así, le deseamos todo los mejor tanto con esta obra como en sus futuros proyectos".

En fin, como podéis ver todas las cartas de rechazo contienen claras semejanzas, cuando no son prácticamente iguales. Tienen especial inclinación a utilizar expresiones como:

"Lamentablemente", "Le agradecemos", "línea editorial", "catálogo", "programación" , etc.

Lo que yo lamento, sobre todo, es la escasez de comentarios personalizados, humanos. Sé que tal vez eso suene a quimera, pero me gustaría encontrarme una nota a boli que pusiera lo que fuera: "Tu novela es una basura", "Aburre", "Demasiada paja", "Chico, deja de usar la voz pasiva"...mmm... Lo que sea que no haya salido de una contestación estándar. En el libro "Mientras escribo" (que me parece voy a citar un buen puñado de veces), Stephen King cuenta la siguiente anécdota:
En primavera de mi último curso en el instituto de Lisbon (o sea, en 1966) recibí un comentario manuscrito que cambió para siempre mi manera de enfocar las revisiones. Debajo de la firma del director, reproducida a máquina, figuraba a mano lo siguiente: «No es malo, pero está hinchado. Revisa la extensión. Fórmula: 2da versión = 1ra versión - 10%. Suerte.»

Según King aquel comentario supuso una gran inspiración para él, y creo comprenderlo. Guardo mis cartas de rechazo en un sobre plastificado, y no cuento, las que hay en mi carpeta de Hotmail. Pero son gajes del oficio. No pienso rendirme por unas cuantas hojas impresas por una máquina.

Para finalizar esta entrada, pongo mi propia carta de rechazo a un Editor:

"Estimado editor,
Ante todo quisiera agradecerle su interés en mi novela, pero lamentablemente, en la actualidad, y tal y como le he informado no veo la posibilidad de que este bestseller con ofertas de traducción a cincuenta países y varios estudios de cine, pueda encajar en su línea editorial. Por favor, no insista. Además, tengo entendido que ya han cerrado el catálogo para los próximos años.
Véalo por el lado positivo. El gobierno va a subir los impuestos, y, puesto que iban a ganar un fortuna con mi novela, tendrían que haber pagado gran cantidad de ese dinero a Hacienda.
Aún así, le deseo a usted y a su grupo, todo lo mejor para sus futuros proyectos.
Reciba un cordial saludo"

martes, 1 de septiembre de 2009

Lo que aprendí de "Tiburón"


Hay una frase en el libro “Mientras escribo” de Stephen King que reza:

“Cada libro que se elige tiene una o varias cosas que enseñar, y a menudo los libros malos contienen más lecciones que los buenos.”

Creo que Tiburón, la novela de Peter Benchley que fue bestseller a principios de los setenta, ha sido muy ilustrativa para mí. Antes de nada, debo reconocer que Tiburón, la novela, cuenta con un tremendo handicap: Tiburón, la película. En mi opinión, una pequeña obra maestra, firmada por Steven Spielberg.
Pero es más que eso.
Voy a tratar de explicaros lo que he aprendido, pero antes me gustaría advertir a quien quiera seguir leyendo, que, si no sabe nada acerca de Tiburón, y piensa leer el libro o ver la película (aunque el hecho de que no la haya visto me resulta harto difícil de imaginar, pero factible después de todo) no siga con esta reseña. Necesito descomponer ciertas partes de la trama y los personajes. Espero que sepáis disculpar mi torpeza.
Bien, empecemos:
El libro tiene un punto que sí me gustó mucho. Las escenas en las que Benchley describe el comportamiento del “pez” y sus reacciones psicomotrices ante lo que percibe en el agua. Lo hace de forma sencilla, insertando términos científicos que, sin embargo, no chirrían. Ahora bien, para desconsuelo del lector, las escenas donde realmente sale el “pez” se reducen hasta la nimiedad, y en la práctica podemos decir que “el tiburón” casi no es el protagonista de la historia. Salvo esas contadas escenas, si utilizamos términos marineros, el libro hace aguas por todos lados. ¿Por qué?
Digamos que el autor se olvida de lo principal, se olvida del monstruo. En vez de eso, se dedica casi todo el libro a priorizar al personaje de la esposa del jefe Brody, Ellen, quien siente una desdicha existencial porque pasó de ser una jovencita de clase alta, a ser un ama de casa, desposada con un funcionario y que pasa apuros económicos para llegar a fin de mes con sus tres hijos. Conforme pasaba las páginas del libro, un rumorcito sonaba en mi cabeza, y me decía: “Benchley no sigas por ahí, te estás metiendo en un bosque demasiado espeso, que no nos deja ver lo importante”. Y así fue. Benchley continúa priorizando a Ellen, e inserta a Hooper, el experto en tiburones, que resulta provenir, también, de familia adinerada y que se nos presenta como un joven apuesto. Se establece un triángulo amoroso entre Hooper, Ellen y el jefe Brody. Un triángulo que, a mi entender, no funciona demasiado bien y no termina de convencerme. La otra gran apuesta del libro es la seudo-trama mafiosa que intenta explicar el empeño del alcalde Vaughan por no cerrar las playas.
Tranquilos, no voy a seguir destripando el libro. Me detengo aquí para hacer mi reflexión. Justo antes de terminar de leer el libro busqué por Internet quién era el guionista de la película. Me sorprendí al descubrir que fue el propio Benchley uno de los co-guionistas, secundando por otros dos hombres, y entre ellos, probablemente, John Millius (director de Conan), que se dice que fue el escritor del monólogo de Robert Shaw (Queen, el pescador) sobre el desastre del Indianápolis.
Según leí, Benchley rescribió el guión varias veces hasta que fue del agrado de los Estudios.
Joder. El resultado fue espectacular. Se pasó de una novela lánguida, difusa y un poco mediocre, a una historia cerrada y espléndida. Pero, ¿cómo fue eso posible?
Umm… Debo confesar que, llegados a este punto, siento algo de miedo. Yo escribo de forma honesta, o trato de hacerlo. Doy lo mejor de mí, usando mis escasas herramientas y dones literarios, entregándome a mis personajes. Para mí, los personajes son lo principal de una historia, y son ellos, en mi opinión los que originan la trama, y no al revés. Digamos que creo que “la trama” los encuentra. Por eso siento algo de miedo, a que, después de escribir una historia con mi mejor intención, venga alguien, la coja y saque de ella “oro puro”. Supongo que ese miedo se debe a mi propio egoísmo, al fuerte vínculo afectivo que genero con mis personajes. “Quiero que estés a mi lado, amarte y estar contigo, aunque solo pueda ofrecerte lo que ves”, como le diría un joven humilde a su prometida.
Y eso es lo que ha pasado con Tiburón.
Si fuera un adolescente diría que lo han “tuneado”, ya que realmente casi no han dejado títere con cabeza. Salvo el lugar donde transcurre la historia, Amity, los nombres de los personajes, y algunas coincidencias, todo lo demás es muy, muy diferente. Alguien podría decirme, con razón, que en la película tampoco se muestra excesivamente al monstruo, pero es importante destacar, que la película contiene muchas escenas de mar, donde la música de John Williams crea una sensación de angustia sin parangón.
Pero sobre todo, la clave está en los personajes.
El jefe Brody (Roy Scheider), es ahora un hombre de ciudad que se ve trasladado a una isla. Desde el principio se nos muestra su animadversión por el agua, por lo que se comprende a la perfección, que “no está en el medio adecuado”. El alcalde y los miembros del consejo se empecinan en mantener las playas abiertas, pero en la película se hace más hincapié en el lado turístico del pueblo, que se describe de forma cálida y pintoresca, lo que tinta la película desde el principio de un aire de “historia de aventuras”.
Ellen, la esposa de Brody, queda relegada a un segundo plano. Aporta lo suficiente para consolar a su esposo, creando la tensión dramática necesaria y el dolor interno del personaje.
Hooper, con el maravilloso Richard Dreyfuss, se nos presenta como un tipo simpático, un estudioso o un estudiante aventajado, pijo, que cae bien, y que en vez de meterse en un triángulo amoroso, “conecta” con Brody. Aporta el lado real y científico de la trama, equilibrándola, pues inserta comentarios acerca del comportamiento de la bestia. Digamos que es el Van Helsing de la historia.
Quint. Llegamos al tipo duro. La revelación de la historia. Aquí es donde saltan los fuegos artificiales. El libro se queda corto con él. Robert Shaw, el actor, se zampa el papel como el tiburón se lo come a él mismo. La pesca de la bestia es totalmente una historia de aventuras, perfectamente narrada, con diálogos ágiles, cargados de cinismo. Por ejemplo, la escena en la que Brody está echando carnaza por la borda y al girarse ve al tiburón emerger del agua, mostrando sus enormes mandíbulas. Se levanta consternado y le dice a Quint: "vamos a necesitar un barco más grande."




Lo que hace una buena historia de Tiburón, la película, es que no te deja olvidarte ni por un momento donde te has metido. Estás en el agua, nene, y por ahí asoma una aleta dorsal. ¿Lo entiendes?

Creo que eso es lo más importante que he aprendido. Y me ha venido mejor que si hubiese leído un libro magníficamente escrito, con una trama cerrada y sin fisuras. Porque dentro de poco me propongo pulir mi última novela y ahora tengo claro que es necesario “devastar” todo lo superfluo. Al lector de Tiburón no le interesa para nada las operaciones inmobiliarias de Amity, ni la atormentada vida sentimental de Ellen. Hay que centrarse más en los personajes que rodean al tesoro de la historia: el tiburón. Debemos saber que Brody se siente torpe en un barco, que Quint es una especie de capitán Achab, duro y cínico, que sabe lo que se lleva entre manos, pero que es capaz de cualquier cosa, incluso de impedir que les socorran cuando el barco, la Orca, se hunde. Y, es una gran lección para un escritor novel, ¿no creéis? Observar la zozobra de una novela comparada con su versión posterior, que la encumbra mucho más allá de lo que se merecía inicialmente.
Y lo más desconcertante de todo: ¿Fue el propio Benchley quien lo consiguió?
De ser así refrendaría la importancia de pulir una obra, de extraer de ella lo mejor.
Sé que hay un amplio sector de escritores que están totalmente en contra de la labor de pulir. Incluso recuerdo a uno que, hablando de este tema, me contestó indignado que a su obra no le faltaba ni le sobraba ni una coma, ni una letra.
Pero, por definición, no existe nadie tan perfecto.
¡Eh, que a mí me cuesta mucho "pasar las tijeras"! Lo reconozco. Pero hay que armarse de valor, y salir al mar, aunque tengamos miedo. Tenemos que enfrentarnos con el monstruo.
Nuestro propio monstruo llamado egocentrismo.
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P.D. Para el que no lo sepa, el tipo que se ve en la foto del encabezamiento, posando sonriente entre las fauces del Gran Blanco, es un jovencísimo Spielberg.